Artículo

Revista Estudios en Seguridad y Defensa 5(9): 55-62, 2010

El Perdón: de los “hacedores de paz” a los “defensores de los derechos humanos”1

JUAN CARLOS LOPERA-TÉLLEZ*


1El presente artículo hace parte de los resultados de la investigación “Construcción de la Seguridad Política en las Américas” llevada a cabo por la Línea de Seguridad Hemisférica del CEESEDEN- de la Escuela Superior de Guerra. Bogotá, Colombia.
*Filósofo con opción en Ciencia Política de la Universidad de los Andes; con estudios en filosofía realizados en la Universidad de Dijon, Francia; (c) Magíster en Ciencia Política de la Universidad de los Andes. Investigador Asistente de la línea de Investigación sobre Seguridad Hemisférica en el Centro de Estudios Estratégicos sobre Seguridad y Defensa Nacionales - CEESEDEN- de la Escuela Superior de Guerra. E-mail: loperaj@esdegue.mil.co


Recibido: 27 de mayo de 2010
Evaluado: 03 de junio de 2010
Aprobado: 30 de junio de 2010



Palabras Claves: Construcción de Paz, Figura del Perdón, ética Consecuencialista, ética Principalista, Colombia, Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).


El presente artículo intenta captar las transformaciones del uso de la figura del perdón, evidenciadas desde hace ya algunas décadas, en los procesos de construcción de paz. Para ello, se hace un acercamiento a la ética consecuencialista de los hacedores de paz, para luego contrastarla con la ética principalista de los defensores de los derechos humanos, donde la Corte Penal Internacional ha comenzado a erigirse como figura simbólica. Por último, se hacen algunas consideraciones acerca de las implicaciones de dichas transformaciones para el caso colombiano.


Introducción

Como lo señala Rettberg (2003), dentro de la noción de construcción de paz2se hallan dilemas difíciles de resolver. Entre ellos se encuentra aquél de qué hacer con los crímenes cometidos y el sufrimiento causado en el transcurso de la confrontación armada (de la violencia3); dilema que apunta a la conflictiva relación entre los valores de paz y justicia4. El presente artículo aborda el citado dilema, pero no desde una visión netamente legalista, sino a partir de un acercamiento a la figura del perdón.

La violencia, con pretensiones políticas, carga consigo una maquinaria de victimización que se justifica, paradójicamente, bajo la lógica de ganar adeptos Nasi (2007). Señalando lo obvio, la aparición de sufrimientos y odios no se hace esperar y, por ende, al querer reconstituir (o constituir) las condiciones para el ejercicio del carácter político del ser humano (la violencia es prepolítica, como se sostiene desde Aristóteles), al embarcarse en la empresa de construcción de paz, emerge la necesidad de enfrentar dichos sentimientos. El perdón va a ser uno de los referentes para abordar este problema, dado que los usos del mismo generalmente aparecen en los llamados a la reconciliación y a la unidad nacional.

1. La figura del perdón

Teniendo presente los análisis elaborados por Arendt (1974), Jankélévitch (1987; 1999), Ricoeur (1995; 1998; 2000) y Derrida (2002), el perdón, que encuentra sus raíces históricas en la ética abrahámica, es un acto que se inscribe en la relación entre el ofensor y el ofendido. Aunque afirmar lo anterior puede resultar obvio, desde esa caracterización amplia emergen ciertas preguntas que no son del todo evidentes. Entre las más relevantes se encuentra aquella que se refiere a la exclusividad de dicho acto, ¿Puede intervenir allí un tercero diferente al ofensor y al ofendido? Otra, de igual importancia, tiene que ver con los condicionamientos, ¿A cambio de qué se otorgaría el perdón? Y una última podría formularse de la siguiente manera: ¿Cuál es la finalidad del acto de perdonar?

Intentar responder a la primera pregunta, podría afirmarse, implica también responder a las otras dos. Siguiendo a Derrida y a Ricouer, pensar en la no interferencia de un tercero en la relación entre el ofensor y el ofendido, es un modelo extremo prácticamente inoperante (desde el mismo lenguaje existe una mediación). En este orden de ideas, esa memoria colectiva señalada por Ricouer inevitablemente se presenta como mediadora, y allí la comprensión de sentido acerca del quién hizo qué y por qué , fundamental para el acto del perdón, va a enmarcar dentro de una medición de fuerzas la interpretación “verdadera” de los acontecimientos (en este caso, de la violencia) y, por tanto, también va a terminar delimitando las monedas de cambio del perdón, así como el entendimiento de su finalidad. Será entonces en esa “lucha” donde se ubique la tensión entre los hacedores de paz y los defensores de los derechos humanos.

2. Entre los hacedores de paz y los defensores de los derechos humanos

Siguiendo a Orozco (2005), existen dos tendencias que plantean parámetros particulares para abordar los procesos de construcción de paz. En las últimas décadas, estos procesos se han caracterizado por evidenciar una tensión entre las exigencias de los defensores de derechos humamos y la concepción pragmática de los hacedores de paz; posturas que cargan consigo concepciones particulares de la figura del perdón. Estas tendencias identificadas por Orozco, también se encuentran en Lefranc (2002), en Mate (2003) y en Derrida (2002).

2.1. Los hacedores de paz y el perdón pragmático del Estado

Los hacedores de paz defienden una ética conse-cuencialista, que toma en consideración las circunstancias específicas del momento -como el poder que aún conservan los alzados en armas, así como la incapacidad del sistema judicial para abrir procesos y organizar juicios de forma masiva-, y por tanto terminan justificando la necesidad de alejarse de libretos preestablecidos para buscar salidas “originales” al ciclo de violencia. Teitel (2003) sugiere en su genealogía que la opción de entender la justicia transicional como algo “privado” que se construye a partir del contexto mismo de los Estados, es una tendencia que emerge en los procesos de transición que se dieron iniciando la década de los años 1980. En ellos, la idea de soberanía se presenta como aquella que permite el acto de romper y rehacer la Ley, haciendo que la justicia no determine el curso de la transición sino que ésta sea determinada por la transición misma.

Esta opción ha sido, por analogía, la alternativa elegida allí donde no fue posible el sometimiento de uno de los grupos por medio de los recursos bélicos del otro5. Decidir culpar, castigar, estigmatizar, implica necesariamente distinguir entre “buenos” y “malos”; y lograr tal distinción, parafraseando a Michel Foucault, generalmente es posible cuando hay un vencedor (que se auto-representa como el bueno) y un vencido (que es representado como el malo)6.

La postura de los hacedores de paz, se concentra en la racionalidad de los actores, parte principalmente de la consideración del cálculo costo/beneficio elaborado por ellos. En este orden de ideas, el momento precisable del pacto, se presenta como el eje fundamental de la transición, ya que allí se plasman los incentivos necesarios para que las fuerzas implicadas opten por abandonar la lucha armada; incentivos que tienden, en últimas, a proteger sus intereses con el fin de evitar el colapso del proceso (Huntington, 1994).

En tales pactos, entonces, es donde se abren las posibilidades para que los excombatientes entren en la “civilidad” y superen las razones que los motivaron a tomar las armas; por tanto, en ellos se deberían encontrar propuestas como la apertura del régimen, apoyo para que los reinsertados hagan o rehagan sus vidas y hasta garantías de seguridad a su integridad personal. Así, instrumentos como el indulto y la amnistía cobran aquí una gran importancia estratégica, ya que ellos serían una primera garantía para que dichos incentivos sean realmente relevantes (Reinares, 1998; Collier, 2005).

El interés por el pacto representa una cierta ruptura con el tiempo, porque se termina privilegiando un presente, que tiende a olvidar el pasado, con el objeto de construir el futuro. En consecuencia, la elaboración de tales pactos sólo podría incluir aquellos protagonistas del conflicto que necesitan dicho olvido, dejando de lado aquellos sectores afectados por el mismo que, en palabras de Reyes Mate (2003), no pueden olvidar tan fácilmente (las víctimas).

Ahora bien, el recurso a la amnistía y el indulto, al que recurre el Estado como organización (para incentivar a los alzados en armas a poner fin a la violencia) se enmarca dentro de la tradición abrahámica del perdón. En ella, Dios aparece como aquel ser capaz de un perdón absoluto. Así, este ser supremo reconoce el arrepentimiento del ofensor y lo perdona, aún si el ofendido no lo hubiese hecho. Esta manera de concebir el perdón no se quedó exclusivamente en la esfera de los asuntos religiosos, sino que, por el contrario, trascendió como una herencia retomada, primero por el poder del rey soberano y luego por el Estado moderno, quien se apropió de la facultad de otorgar perdón en nombre de su soberanía, de la unidad que lo define, y en representación de la Nación, del pueblo, de la historia (Derrida, 2002:1937).

Esta facultad de perdonar apropiada por el Estado (esté en cabeza del presidente, los parlamentarios), es ejercida sobre aquél, o a aquellos, que han amenazado su monopolio legítimo de las armas. Pero ésto, inevitablemente, le resta el carácter individual, personal, de la ofensa y del sufrimiento. Bajo esta perspectiva, el Estado, en voz de sus representantes, se erige como la Víctima (valga el uso de la mayúscula), y pretende aglutinar allí (por no decir desconocer) a las víctimas individuales. Por tanto, el Estado termina actuando como un tercero, como una instancia suprapersonal con el poder de mediar legítimamente entre el ofensor y el ofendido en singular. Además, en dicha mediación, se introduce una petición desde el gobierno y los mismos victimarios para que se reconozca, aunque sea en parte, la legitimidad de las acciones de estos últimos (exclusión estatal, olvido estatal) - es decir, la propia culpabilidad del Estado en la violencia -, con el objeto de que las víctimas enmarquen allí su sufrimiento. En consecuencia, cuando los gobernantes le dan el papel al Estado (como organización) de Víctima y Victimario a la vez, terminan demandándole a las víctimas individuales que se auto-representen también como victimarias; y a partir de esa igualdad en los papeles, de esa igualdad moral, se pretende constituir las condiciones para el ejercicio del carácter político del ser humano. En últimas, la reconciliación, como la definiera Orozco, sería aquí “el proceso político mediante el cual antiguos enemigos militares se transforman en competidores políticos, a partir del reconocimiento recíproco y dentro de un marco de confrontación democrática” (2005:10). Por tanto, pensar en procesos de descalificación, de evaluaciones sobre la integridad personal de los antiguos enemigos militares para determinar si es adecuado o no que ocupen cargos públicos, no tendría aquí mucho espacio.

Lo anterior también explica la manera como los que atentan contra ese monopolio legítimo de las armas van a referirse al perdón. Podría decirse que para ellos es bastante peligrosa esa cercanía que existe entre éste y el castigo, y entre el castigo y la venganza7 * * * *. Por esto, en sus discursos oficiales, o simplemente evitan pedirlo o la hacen acercándolo a la excusa (piden perdón por los errores de cálculo inherentes a la guerra legítima). Pedir perdón, entonces, se convierte para ellos en una muestra de debilidad, en un desconocimiento del carácter altruista de la causa.

Así pues, pareciera que aquí los hacedores de paz, bajo esa mediación de la comprensión que el Estado hace (entender quién hizo qué y por qué), tienen una cierta confianza en que, a partir de la “naturaleza” política del ser humano, se supere lo prepolítico y se encausen las diferencias insalvables en la propia esfera política del orden social. El acto individual de no perdonar, o de no pedir perdón, no implica necesariamente la continuación indefinida de las ofensas (para este caso, de la violencia física)8.

2.2. Un perdón que no iguala: la revolución de los derechos humanos y sus defensores

La tensión entre los hacedores de paz y los defensores de los derechos humanos es algo que se debe entender a partir de ese cambio cultural en occidente que elevó el valor de la vida a valor absoluto9, y que se objetivó en aquello que Ignatieff (2003) ha denominado la revolución de los derechos humanos. Estos últimos, entonces, se auto-representarán como los defensores de tales logros de la humanidad.

Con la concreción del mandato de la Organización de Naciones Unidas (ONU), y luego de la adopción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos vinculante para todos sus Estados miembro, comenzó un proceso de consolidación de instrumentos tendientes a la protección de los mismos en donde se encuentra, por ejemplo, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (1966), el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (1966), la Convención Americana de Derechos Humanos (1969) - mediante la cual se creó la Corte Interamericana de Derechos Humanos -, la Convención de las Naciones Unidas contra la Tortura, el Estatuto de Roma (1998) - mediante el cual se creó la Corte Penal Internacional (CPI). A la par de este proceso, también se debe señalar el desarrollo del Derecho Internacional Humanitario (DIH), relativo a los tiempos de guerra, teniendo en cuenta los cuatro Convenios de Ginebra de 1949, junto con los Protocolos adicionales de 1977.

Los defensores de los derechos humanos van a defender dichos logros alcanzados por occidente. Esta tendencia también se puede encontrar caracterizada en la genealogía que desarrolla Teitel (2003). Al tomarse la justicia transicional como algo privado, como algo que depende principalmente de la soberanía estatal en aquellas transiciones que tuvieron lugar desde inicios de la década de los años 1980, transiciones caracterizadas por altos niveles de impunidad, la respuesta de los defensores de los derechos humanos se vio en el fortalecimiento de los instrumentos internacionales enmarcados en la lucha por los derechos de las víctimas (en la lucha contra la impunidad). De esta forma, podría decirse, comenzó un retorno a esa primera etapa de la justicia transicional simbolizada con los juicios de Nuremberg, y que ahora comienza a representarse en la figura de la CPI.

Ahora bien, en contraposición a la ética conse-cuencialista presente en los hacedores de paz, los defensores de los Derechos Humanos van a partir de una ética principalista, basada en los mencionados parámetros morales y legales que ya se han construido bajo el criterio del derecho internacional, y que además han mostrado, en algunas partes del planeta, su efectiva implementación10. Así, la idea de soberanía que permitiría el recurso al perdón estatal será aquí rechazada, en nombre del respeto obligatorio a esos principios que trascienden fronteras. El espacio para el ejercicio soberano de romper y rehacer la Ley se tiene que reducir inevitablemente11.

Por su parte, el pacto, ese instrumento fundamental de los hacedores de paz, deberá incluir ahora aquellos sectores afectados por el conflicto que no pueden olvidar (las víctimas); lo que va a generar inevitablemente tensiones en aquellos incentivos utilizados para que los alzados en armas se integren a la vida civil. Como se señala en las garantías de no repetición planteadas por Louis Joinet12, aún son necesarias cosas tales como la apertura del régimen, el apoyo a los reinsertados, así como las garantías para su seguridad; pero primero los culpables de crímenes atroces deberán pagar por sus excesos - que, como los sugieren Nasi (2007) y Holsti (1996), bajo la lógica de las guerras irregulares no podrían ser pocos.

Ahora bien, con el énfasis que hacen los defensores de los derechos humanos en el papel de las víctimas, así como con ese interés de quitarle espacio al rol mediador del Estado, aparece la intención de rescatar el carácter privado del perdón. Ahora el Estado no podrá ampararse en la lógica de la Víctima para aglutinar a las víctimas individuales, y para demandarles que, como él mismo lo hace, se auto-representen también como victimarias.

Pero la manera como aquí se plantea rescatar lo privado del perdón es a través del castigo. éste debería ser garantizado e inevitable. Además, cabría señalar la imposibilidad que se posa sobre el perdón cuando se trata del crimen absoluto, la muerte13. En este caso los defensores de los derechos humanos ven en el castigo la única garantía para la no repetición de dicho crimen. Así pues, por medio de la revolución de los derechos humanos se ha hecho justicia a la petición de aquellas víctimas que reclaman el castigo para otorgar su perdón, o que simplemente lo reclaman y no perdonan.

Ahora bien, recordando la sentencia de Mate, “el respeto a la vida [de los vivos, de los muertos (así como el respeto al sufrimiento de las víctimas)] es la universalización del dato biológico elemental, y con toda razón, ponemos la razón y la ética del lado de la universalización de esa afirmación de la vida, y el mal como su negación” (2003:77), lo que estaría en juego para los defensores de los derechos humanos es la lucha contra el mal, contra lo inhumano; lo que implica que, bajo esos parámetros que se han establecido ya en el entorno internacional, se termine privilegiando, recordando a Schmitt (1998), el código dual de la moralidad (buenos/malos) en detrimento del código dual de lo político (amigo/ enemigo). El enemigo ahora es el moralmente malo, el inhumano y, por tanto, difícilmente le esperaría, por paradójico que parezca, otra suerte que su exclusión, su muerte política y hasta su muerte física. ¿Qué hacer si el violento no se somete voluntariamente a la justicia? No quedaría otro camino que perseguirlo para someterlo por la fuerza, bajo el riesgo que en el proceso pierda la vida.

Así, esta mediación que ejercen los defensores de los derechos humanos pone un énfasis especial en los condicionamientos (castigo, verdad y reparación) para que el perdón se haga efectivo; y, además, no ve la reconciliación como algo que pueda igualar moralmente al ofensor y al ofendido. Aquí, el primero deberá cargar una deuda eterna con el segundo; y esto va a tener implicaciones en la manera como ellos conciben el reestablecimiento de lo político, amparados no sólo en las destituciones sumarias o purgas sino en el proceso mismo de descalificación (De Greiff, 2009). En los cargos públicos, ahora, no habrá campo para el malo, para el inhumano, para el que ha utilizado la violencia como expresión de sus demandas sociales.

Conclusiones

El camino que ha conducido a esa inclinación de la balanza a favor de los defensores de los derechos humanos en detrimento de los hacedores de paz se puede captar, para el caso colombiano, entre el proceso de paz con el Movimiento 19 de Abril (M-19), que sirvió también de ejemplo para las desmovilizaciones que se dieron iniciando la década de los años 1990, y el proceso con las AUC. En éste último se evidencia ya una mayor ingerencia de los defensores del los derechos humanos, si se tiene en cuenta el proceso de descalificación política que allí tuvo lugar (piénsese en el proceso denominado “para-política”), así como el establecimiento de unas penas mínimas para los culpables de crímenes contra la humanidad. Cabría preguntarse, entonces, por el impacto que la negociación con los grupos de autodefensa va a tener en futuros acercamientos con las guerrillas que aun operan en Colombia. Si se piensa, como aquí se ha insinuado, que las características de las negociaciones con las AUC son fruto de un cambio cultural, seguramente ese perdón que presupone la asimetría moral entre víctima y victimario también se hará allí presente; ya que aquellas posturas que abogan por la singularidad de cada proceso (hacedores de paz) estarían presenciando una inevitable reducción de su espacio de acción. Como se sostiene desde diversos lugares, a partir de la universalización de la centralidad de la vida, en términos morales ya no sería posible distinguir entre “víctimas de primera y de segunda”.

Por ejemplo, el hecho de que algunas organizaciones de derechos humanos en Colombia sean tan críticas del proceso de paz con las autodefensas y que a su vez guarden silencio sobre aquellas liberaciones de guerrilleros que se han presenciado en los últimos años, ya ha comenzado a levantar voces de rechazo atinientes a esa politización que se evidencia14. Lo que se reprocha, entonces, es esa falta de coherencia entre los fines que supuestamente se persiguen y las acciones que se realizan para alcanzarlos. Como lo señala Ignatieff (2003), lo malo no sería la politización en sí de dichas organizaciones sino el desconocimiento, la negación, que ellas hacen públicamente de la misma. En este punto, tal vez organizaciones de derechos humanos internacionales como Amnistía Internacional o Americas Watch ya han dado un paso adelante al rechazar el modelo de la Ley de Justicia y Paz para el proceso con los paramilitares y, a su vez, su posible aplicación también para el caso de las FARC15. En el caso de organizaciones gubernamentales como la ONU y la OEA ese paso también se evidencia, si se tiene en cuenta, siguiendo a De la Calle (2009), las señales de alerta que ellas han lanzado con respecto a dichas liberaciones de guerrilleros de los últimos años en Colombia.


2 Definida de manera amplia por el ex-secretario de la ONU Boutros Ghali como aquellas acciones que tienden a solidificar la paz y a evitar la recaída en el conflicto (Ver: ONU, Boutros-Ghali, 1992).
3 La noción de “violencia” es entendida aquí como aquellos procesos de victimización ejercidos por los grupos armados ilegales (quienes inscriben sus actos desde una pretensión política), así como los excesos de miembros de las fuerzas de seguridad de un Estado (Nasi, 2007).
4 Ver: Rangel, 2009. Herrera, et al, 2005.
5 Ver: Orozco, 2005; Nasi, 2003, 2007; Lefranc, 2002.
6 “Definir la política como la guerra continuada por otros medios significa creer que la política es la sanción y el mantenimiento del desequilibrio de las fuerzas que se manifestaron en la guerra” (Foucault, 1992:29-30)
7 Siguiendo a Arendt (1974:316-317), el perdón se acerca al castigo por la finalidad que persiguen: ser una garantía para que la ofensa no se repita. Pero esa cercanía entre el perdón y el castigo, no implica que sean términos intercambiables ya que este último también se acerca, en sus motivos, a la venganza. Siguiendo a Lefranc (2002), y pensando en Minow (1998), la frontera entre el castigo y la venganza es bastante difusa.
8 Recordando a Carl Schmitt, llevar al extremo de la violencia la enemistad, no es un objetivo o contenido de la política, aunque sí una posibilidad. En sus palabras, “es por referencia a esta posibilidad extrema [la guerra] como la vida del hombre adquiere su tensión específicamente política" (1998:65).
9 Ver: Mate, 2003.
10 Ver: Botero, et al, 2005.
11 Piénsese aquí, por ejemplo, en la misma “reducción” del delito político en la legislación colombiana (ver: Orozco, 2006).
12 Ver: ONU, Joinet, 1997
13 Si el perdón se inscribe en los directamente implicados, es evidente que el muerto no podría ejercer su derecho a perdonar; por tanto, el castigo aparecería como el único camino posible para garantizar que la ofensa no se repita (Jankélévitch, 1987, 1999).
14 Ver, por ejemplo: De la Calle, 2009. Pizarro, Eduardo. Asociaciones de Víctimas. En: Periódico el Tiempo. 1 de agosto de 2005.
15 Ver, por ejemplo: Amnistía Internacional. 2008. “Déjenos en Paz”. La Población Civil Víctima del Conflicto Armado Interno en Colombia. EDAI. Madrid.



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