Artículo

Estudios en Seguridad y Defensa, 16(31), 53-74.

https://doi.org/10.25062/1900-8325.289

Algunos modelos para explicar la violencia y la agresión 1

Some models to explain violence and aggression

Alguns modelos para explicar a violência e a agressão

MILAGROS PIEDAD LÓPEZ MARTÍNEZ 2

Universidad Católica San Antonio de Murcia, España

2 Doctora en Derecho, Magister en Derecho Penitenciario, Magister en Iniciación a la Investigación en Derecho penitenciario y Licenciada en Criminología de la Universidad de Murcia, España. Secretaria académica del Grado en Criminología de la Universidad Católica San Antonio de Murcia, España. Contacto: mplopez@ucam.edu

Fecha de recepción: 28 de enero de 2021

Fecha de aceptación: 2 de junio de 2021


Resumen

La agresividad se concibe generalmente como una manifestación o un comportamiento que tiene la intención de provocar algún tipo de daño o aflicción a un tercero. La conducta violenta es un acontecimiento que incide bruscamente en el bienestar de la generalidad y, consiguientemente, en el rechazo y la alarma social, por lo que los investigadores buscan los medios para su comprensión, y las autoridades formales, para su contención. La violencia, en cualquiera de sus manifestaciones, genera preocupación en los diversos contextos; incluso, en los que se encuentran ligados a la seguridad y defensa, donde aparentemente participa activamente, por hacerlo en entornos hostiles, donde la cuestión de la violencia y la agresión es entendida como el uso de la fuerza sobre personas o grupos para forzarlos a comportarse de un modo no deseado. Este trabajo busca señalar las condiciones en las que se engendra la violencia (estructural, personal o conductual), y en qué lugares es más intensa, con base en una perspectiva cualitativa, con un enfoque analítico-reflexivo y de manera descriptiva, para analizar posibles puntos de interés estratégico, a fin de fortalecer la seguridad, para, por ejemplo, aplicarlas a estrategias efectivas de paz. Para este análisis, se observa a grandes rasgos el caso colombiano, donde se enfatiza en la violencia estructural a partir de su análisis.

Palabras clave: Violencia territorial, violencia estructural, violencia terrorista, agresión violenta


Abstract

Aggression is generally conceived as a manifestation or behavior that is usually intended to cause harm or distress to a third party. Violent behavior is an event that sharply impacts on the well-being of the general public and consequently social rejection and alarm, so researchers seek the means for its understanding and formal authorities for its containment. Violence in any of its manifestations generates concern in diverse contexts, including those linked to security and defense, where it apparently participates actively as hostile environments where the issue of violence and aggression is understood as the use of force on individuals or groups to force them to behave in an undesirable way. This paper seeks to point out the conditions in which violence, structural, personal and/or behavioral, is engendered and in which places it is most intense, based on a qualitative perspective with an analytical-reflexive approach and in a descriptive way to analyze possible points of strategic interest in order to strengthen security, for example, to apply them to effective peace strategies. For this analysis, we will look at the Colombian case in broad terms, emphasizing its structural violence through its analysis.

Keywords: Territorial violence, structural violence, terrorist violence, violent assault


Resumo

A agressividade é geralmente concebida como uma manifestação ou comportamento que geralmente se destina a causar algum tipo de dano ou angústia a um terceiro. O comportamento violento é um evento que tem um forte impacto sobre o bem-estar da generalidade e consequentemente rejeição e alarme social, por isso os pesquisadores buscam os meios para sua compreensão e autoridades formais para sua contenção. A violência em qualquer de suas manifestações gera preocupação em diversos contextos, incluindo aqueles ligados à segurança e defesa, onde aparentemente participa ativamente porque são ambientes hostis onde a questão da violência e agressão é entendida como o uso da força sobre pessoas ou grupos para forçá-los a se comportarem de forma indesejada. Este trabalho procura apontar as condições nas quais a violência é gerada, estrutural, pessoal e/ou comportamental e em que ela é mais intensa, baseada em uma perspectiva qualitativa com uma abordagem analítico-reflexiva e de forma descritiva para analisar possíveis pontos de interesse estratégico, a fim de fortalecer a segurança, por exemplo, para aplicá-la em estratégias de paz eficazes. Para esta análise, vamos analisar o caso colombiano em traços largos, onde enfatizaremos sua violência estrutural com base em sua análise.

Palabras-chave: Violência territorial, violência estrutural, violência terrorista, agressão violenta


Introducción

El comportamiento violento se ha conceptualizado como un fenómeno heterogéneo (Merma Molina, 2012) que se diferencia con acusada frecuencia, según los distintos determinantes sociales, psicológicos y biológicos a los que se remite. En este paradigma se debe observar la corriente de la neurociencia, que, entre otras, busca dar respuesta a la comprensión de los fenómenos ligados a la violencia, sin que, por el momento, pueda darse una respuesta plausible al respecto, por una notable falta de comprensión profunda de los mecanismos que activan la conducta violenta, agresiva o antisocial. Hasta el momento, los estudios se centraban en identificar patrones basados en un acusado factor genético, por lo que los estudios en neurociencia y criminología biológica aplicada a la seguridad y a la defensa serían muy pertinentes a identificar otras respuestas a la actuación en el teatro de operaciones mediante acciones que se desvinculan al quehacer de los profesionales de la seguridad en un mandato que no contempla manifestaciones de violencia gratuita más allá de la necesaria para el fin de la misión (Alvarado & Martín, 2014; Payá & Delgado, 2017a; 2017b; Tali et al., 2012; Payá et al.,2017).

Si lo que se pretende es comprender la etiología de la violencia cuando esta no obedece a una causa legítima, se debería focalizar la intención en centrarse en profundizar en variables biológicas del sujeto, donde se deberán contemplar, a su vez, los factores psicosociales del aprendizaje de cada elemento por observar (López, 2015). Para tratar de prevenir tales actos y el consiguiente tratamiento de los sujetos que despliegan violencia reactiva o impulsiva no legítima, se deberá verificar el espectro biológico de cada sujeto, para evaluar la vulnerabilidad o los efectos negativos que lo hayan influenciado a lo largo de su vida (Delgado & Teano, 2019; 2020).

Cuando no obedecen a una respuesta de defensa legítima contra la propia vida, las acciones violentas son consideradas delitos en las sociedades democráticas aceleradas y, por consiguiente, la conducta violenta no legítima fundamenta la causa de la abominación por parte la sociedad, y su persecución hasta la detención y la condena de sus participantes (Delgado Morán, 2017). Es en esta tesitura en la que es pertinente el estudio de la violencia desde enfoques criminológicos y biológicos, pues la sociedad se ve impactada y su tratamiento científico ha sido muy limitado; no fue hasta hace bien pocos años cuando se convirtió en un campo de análisis e investigativo creciente (Helmuth, 2000).

Si se hace alusión a la violencia como un factor inherentemente unido a la capacidad humana, se está brindando un atributo o una cualidad a los individuos en su desenvolvimiento social, y por este motivo adquiere una relevante determinación sobre el papel que desempeñan los sujetos ante ambientes estresores donde se despliegan la violencia y la agresión (Pueyo & Redondo, 2007). Según el grupo de expertos encargados por la Organización Mundial de la Salud (OMS) con la finalidad de acometer una investigación acerca de las relaciones que se establecen entre la violencia y el entorno, definida esta interacción como el uso no legitimo o deliberado de la fuerza física o la agresión como manifestación externa de poder, ya fuera esta para sustentar una amenaza contra un tercero, o incluso un grupo o comunidad, con la finalidad de causar la lesión suficiente para infligir daño físico, daño psicológico, o hasta la muerte (Krug et al., 2002).

En ese sentido se sostiene que la violencia es algo más complejo que una simple forma de conducta exteriorizada, sin que necesariamente deba obedecer a una respuesta de la emoción, ni tampoco, suponer que el sujeto tiene algún síntoma psicopatológico, o que tampoco es un resorte irreflexivo de un sujeto ni, mucho menos, una forma de ser o actuar, pensar o sentir automática o, sencillamente, ser una estrategia dispuesta por el individuo o los individuos, las organizaciones o los Estados, con el objeto de, mediante este despliegue de violencia, lograr un fin determinado (Fernández & Delgado, 2016).

Por lo anterior, se requiere, por parte de los actores que ejercen la violencia, la utilización de diferentes recursos que convertirán deliberadamente esta estrategia violenta en sus múltiples formas: desde la propia, que se pueda ofrecer de manera interpersonal, hasta la dirigida contra un Estado, con denominaciones de violencia algo más complejas, pero todas con la intención dirigida a lograr un objetivo. Su fundamentación individual podría ser una voluntad racional de responder a la necesaria motivación o la resolución de cualquier conflicto, ya sea este real o, incluso, un conflicto imaginario o la utilización de un conflicto real, para desplegar una innecesaria carga violenta no sujeta a derecho, aplicando recursos emocionales o cognitivos suficientes para canalizar el comportamiento violento como un recurso común en su ejercicio (Pueyo & Redondo, 2007).

1. Los tipos de violencia que preocupan a la sociedad

Si se considera a la violencia desde un acto en repuesta a una acción, se tendrá que valorar si la decisión de desplegarla de manera intencional obedece a una acción legítima o ilegítima, ya fuere para obtener un determinado beneficio o si se dirige a lograr una consecuencia buscada a modo de estrategia planificada que busca mediante la violencia obtener sus resultados. Esta es, por ejemplo, la motivación de los atentados terroristas, desde los atentados anarquistas hasta los atentados actuales. Esta consideración será la clave si lo que se pretende es predecir nuevos atentados, si se sigue con el ejemplo, o nuevas actuaciones de despliegue de violencia no legítima, si se están valorando otros escenarios que interesan a la seguridad y a la defensa. Esta predicción no carece de elementos probabilísticos, y estos deberán ser despejados con un oportuno análisis del riesgo. Según Andrés Pueyo (2007), esta estrategia estaría sustentada en la observación de cinco propiedades:

  1. Complejidad: En la violencia como recurso psicológico participan distintos factores cognitivos, emocionales, motivacionales y actitudinales, que, de manera interrelacionada, se despliegan con una finalidad determinada. La violencia siempre está asociada al conflicto en medio del cual se desarrolla, y se dificulta cuando los mencionados factores se refieren a constructos pretéritos en el tiempo (Calleja & Delgado, 2017).

  2. Heterogeneidad: La violencia no es una realidad homogénea, por lo que se pueden distinguir varios tipos, en función de la forma como esta se lleva a cabo (física, psicológica, sexual, económica), las características del agresor (violencia juvenil, femenina) o las de la víctima (violencia de género, sobre la pareja, maltrato infantil). También se clasifica atendiendo al contexto de relaciones entre agresor y víctima, como, por ejemplo, la violencia escolar (bullying), laboral (moobing), doméstica o familiar, entre otros; incluso, se pueden considerar otras modalidades particulares, como la violencia en el deporte, la violencia bélica, el terrorismo o el ciberterrorismo, entre otros (Payá & Delgado, 2016).

    Para la OMS, la violencia puede clasificarse según un doble criterio (Krug et al., 2002) la relación entre agresor y víctima y la naturaleza de la acción violenta. Esta clasificación da lugar a más de 30 tipos de violencia específicos, que surgen de combinar la naturaleza de la violencia (física, sexual, psicológica o por deprivación/abandono) con el agente causante y su relación con la víctima (autodirigida, interpersonal y colectiva) (Krug et al., 2002, p. 1088). Esta clasificación es de gran utilidad, ya que permite distinguir tipos de violencia diferentes entre sí, como, por ejemplo, en el caso del maltrato a los hijos, en cuyo caso se distingue entre el maltrato físico, el sexual, el psicológico y el maltrato por negligencia. Muchas veces estos tipos de violencia pueden aparecer de forma conjunta y combinada, y tienen particularidades en función de su prevalencia y factores de riesgo, entre otros (López, 2015).

  3. Multicausalidad: Las acciones violentas son, particularmente, un acontecimiento incierto en el que confluyen múltiples factores. Si se lograra sustituir esos factores, se podría facilitar su predicción (Ruiz et al., 2019).

  4. Intencionalidad: El desenvolvimiento humano mediante una agresión violenta siempre es resultado de una decisión, ya sea legítima o ilegítima, de actuar violentamente, aunque huelga decir que en ocasiones una conducta no deliberada puede atender a una inimputabilidad si de esa conducta se desprenden factores fuera del raciocinio y la capacidad humanos. La motivación final del uso de una respuesta violenta fuera de escenarios donde la psique no acompañe estará siempre influida por el conjunto de variables donde se pueden observar tres tipos (Pueyo & Redondo, 2007):

Como se vio en la anterior lista, la peligrosidad y la violencia presentan aspectos de muy diversa índole, cuyo modelo más representativo es la violencia física ejercida contra otros, sin obviar los que se pueden materializar mediante la violencia psicológica, económica, por negligencia gubernamental, etc., que conforman este fenómeno, y que siempre comparten dos características definitorias: la intención de dañar y la consecución de estos daños en la víctima. De este modo, las agresiones violentas pueden ser clasificadas en aquellas donde la violencia tiene una función instrumental en la búsqueda del utilitarismo que persigue el violento: por ejemplo, la acción de secuestrar a alguien, o la de cometer un acto terrorista o un acto de agresión no sujeto a la defensa legítima contra el enemigo, y todos los cuales estar asociados a contenidos emocionales o cognitivos propios (Rutter et al., 1998).

Cada cual lo definirá según su punto de vista: el bandido que hace uso de la violencia puede ser el patriota; o el irrendentista que cree que legítimamente puede ejercer violencia puede ser simultáneamente un héroe y un criminal, según quien lo interprete; el partisano puede ser traidor y fiel a un mismo tiempo, y el uso de la violencia que ejerce como respuesta, ser coherente (Delgado et al., 2020b). Tampoco se puede establecer una causa-efecto clara y concisa entre violencia y terrorismo, pues no es posible definir este concepto tan solo sobre la base del ordenamiento jurídico positivo de los Estados; máxime, cuando muchas manifestaciones violentas en forma de terrorismo son o tienen repercusiones supraestatales. Y fundamentalmente, porque los ordenamientos jurídicos en los países democráticos no pueden fundamentar un criterio individual para cada forma de violencia manifiesta, como podría ser la propia del terrorismo (López, 2015).

Por otra parte, el propio Estado puede haber ejercido la violencia en nombre de algún interés legítimo expresado mediante ella, o cuando utiliza la sanción penal a modo de violencia legítima del Estado; o en ocasiones, cuando, por ejemplo, despliega condenas permanentes o perpetuas sobre un determinado sujeto aplicando la violencia legítima del Estado —lo que, justamente, es inicuo— (Delgado et al., 2020a). Tampoco se debe obviar otra perspectiva que legitima la violencia cuando se sostiene que el terrorismo es un “hecho” político que se sustancia en el recurso sistemático a la violencia organizada, a fin de causar miedo en la colectividad o defenderse de la propia colectividad cuando esta cree legítima su acción, a pesar de que esta pueda estar sesgada. Bastaría con pensar en la teoría hobbesiana del Estado, no abandonada ni tan siquiera por los Estados democráticos.

El poder, en efecto, no admite preguntas, y se considera a sí mismo un argumento indiscutiblemente válido a su propio favor. Lo que vale tanto para el poder “absoluto” como para el “democrático” es tan absoluto como aquel según la ratio de la soberanía, entendida esta como supremacía a la hora de ejercer la violencia, de la forma como se estime apropiado por este.

En este sentido, sería suficiente con aglutinar la generalidad de la dogmática moderna para comprender que la violencia que se ejerce con la finalidad de practicar la revolución, o la de imponer un golpe de Estado, y donde se persigue una finalidad en nombre de la cual no importan los medios —y estos, generalmente, incluyen el despliegue de la violencia, pero con la apariencia de violencia legítima— es, de partida, una acción tan ilegítima como cualquier otra manifestación violenta que no persigue una defensa legítima (Ayuso, 1996). Se debe considerar que en las manifestaciones de violencia instrumental las motivaciones que fundamentan la conducta violenta, generalmente, están orientados a una finalidad, por lo que será preciso indagar en los planos cognoscitivos de cada sujeto para interpretar la posible finalidad de sus acciones violentas (López, 2015). Llegar a controlar o prevenir de algún modo la materialización de conductas violentas que no se amparan en su uso legítimo es muy complejo. La manifestación violenta es eficaz y rápida, además de participar de valores propios, y no necesariamente prosociales, que hacen que su manifestación pueda estar amparada en una causa justa, sin que esta necesariamente se encuentre sustentada en derecho, cuestión esta predominante en las sociedades modernas actuales (Delgado Morán, 2017).

En este catálogo de sujetos violentos se incluye a un sujeto “tipo”, que sería el prototipo de delincuente psicópata, sin que se dejen de lado otros perfiles menos activos, que, circunstancialmente, puedan cometer una acción violenta sin haber dispuesto anteriormente un perfil “tipo” psicopático. Entonces, al ser la agresión violenta reactiva la que se debe asociar a situaciones emotivas como las que puedan responder a un ataque de ira o venganza irracional, que se da, generalmente, de forma poco o nada reflexionada —como, por ejemplo, la ira pasional en las relaciones (Pueyo & Redondo, 2007)—, se distingue por ser una agresión poco o nada planificada, lo que no disminuye la intencionalidad de querer materializarla, y por eso es fácilmente identificable (López, 2015). Es por esto por lo que muchos de los actos violentos reactivos son impulsivos, pero pueden, igualmente, ser presupuesto de una acción diseñada o detallada que no necesariamente se constituye en el centro de la acción violenta, y se mantuvo latente en la intencionalidad del agresor incluso tiempo atrás (Payá et al., 2017; 2018).

2. Una revisión del comportamiento antisocial

Este patrón podría encuadrarse en un concepto generalizado de desprecio hacia los derechos de los demás, y que podría, incluso, tener su nacimiento a edades tempranas y tener continuación más allá de la adolescencia y convertirse en un leitmotiv de una forma de ser consolidada al llegar a la edad adulta (López, 2015). Este particular fenómeno puede darse en múltiples formatos de acciones, que se pueden resumir como conducta agresiva, y donde, incluso, se pueden contemplar la conducta delictiva, los engaños y múltiples formas de violencia contra otros (Gallardo-Pujol et al., 2009). Estos comportamientos se pueden manifestar tanto en el ámbito clínico como en el normativo. En la literatura científica hay una continua confusión en referencia a los términos “agresión”, “agresividad” y “agresión impulsiva” (Gallardo-Pujol et al., 2009).

Una cuestión preliminar es identificar la labor educativa o de modelaje que suponen las conductas paternas y maternas, debido a la imitación de las conductas de estos por parte de los jóvenes, al considerar a estos modelos ideales. En este sentido, Bandura (1973) indicaba que el modo como los comportamientos violentos se afianzan de manera más efectiva es mediante el aprendizaje directo, que se refuerza por el modelaje que supone ver la conducta reforzada, lo que de esta manera provoca una mayor probabilidad que aumenten los episodios (López, 2015). Bandura (1973) también pone el acento en el aprendizaje indirecto del comportamiento agresivo. No es lo mismo la violencia de un agresor que la violencia de quien se defiende (hablando en términos legales), y en psicología se emplea, desde hace décadas, la clasificación de la violencia en dos tipos básicos y muy diferentes: reactivo (afectivo, emocional, afectivo o impulsivo), y proactivo (predador, instrumental, o premeditado), una tradición que tiene ya más de 50 años (Calzada Reyes, 2007).

De esto que se ha referido se deducen diferencias entre lo que se puede interpretar como una agresión racional o irracional, instrumental o reactiva, pues estas dicotomías acompañan distintos mecanismos donde la agresión premeditada se despliega de forma fría por parte del agresor hacia un tercero, con la finalidad de obtener un beneficio o lograr un propósito. Mientras que si la agresión es únicamente reactiva, las motivaciones que la sustentarán generalmente estarán asociadas a emociones intensas, serán como consecuencia de una amenaza percibida como subjetiva por el agresor, aunque estas conductas puedan incluso suponer un riesgo para el propio agresor (Fromm, 1992).

Los rasgos nucleares del trastorno antisocial de la personalidad son los comportamientos impulsivos, sin reparar en las consecuencias negativas de las conductas, la ausencia de responsabilidades personales y sociales, con déficit en la solución de problemas, y la pobreza afectiva, sin sentimientos de amor ni culpabilidad. (López, 2015, p.124)

Como consecuencia de lo mencionado, estas personas carecen del mínimo equipamiento “cognitivo y afectivo necesario para asumir los valores aceptados socialmente, lo que suele traducirse en la transgresión constante de las normas establecidas y en un patrón general de desprecio y violación de los derechos de los demás” (Echeburúa, 1998).

3. La peligrosidad criminal

La peligrosidad —y de manera más circunscrita, la de tipo criminal— está identificada con la pulsión direccionada de un sujeto y a la comisión de un acto violento (y sus réplicas futuras), con una tendencia antisocial (Gracia Martín, 2008). La actitud violenta, entonces, puede ser definida por una predisposición entre factores ambientales y la disposición del sujeto, de modo que este vea incrementada su materialización o, como minino, turbada la normalidad social, de manera intermitente (Gracia Martín, 2008). En esta valoración de probabilidades de acontecer la conducta violenta o criminal es de vital importancia la valoración del riesgo que emita el profesional, para valorar pronósticos futuros (López, 2015). La dificultad principal es, entonces, emitir tales juicios de valoración del riesgo de la conducta violenta que puedan predecir acontecimientos criminales de manera inminente, o con la suficiente previsión para intervenir (Monahan, 1981), y también, la incomodidad que produce el denominado “control social” de estos individuos (Applebaum, 1988).

El concepto de peligro o de la peligrosidad puede acomodarse a un constructo jurídico que denota la posible comisión de un evento criminal. Así mismo, es un atributo cotidiano de fácil asunción por parte de la generalidad, que la contempla como la tendencia o la propensión a cometer actos violentos y criminales en similar sentido (Monahan et al., 2000). La peligrosidad reúne, entonces, una apariencia de prevalencia, ya se constataba en la plasmación de todas las normas jurídicas siempre condenando la actuación ilegítima del sujeto, independientemente de que en episodios determinados la violencia sea o no la expresión adecuada para responder a una agresión, mientras que por fuera de tales contextos la violencia sea un constructo antisocial y “fuente de problemas” (Romeo Casabona, 1986).

La peligrosidad, como categoría legal, está reconocida por la legislación española en el Código Penal Español actual, y se pueden encontrar precedentes de ella desde la década de 1930, cuando el concepto atribuido a la peligrosidad fue sustituido por el de estado peligroso, para direccionarlo a los fenómenos que tenían que ver con una posible falta de estabilidad o de salud mental del sujeto que desataba la conducta violenta irracional. Entonces, la presencia o no de tal atributo en el sujeto debería ser determinada por una institución formal; usualmente, mediante una resolución judicial, al haberse determinado —como ya se ha indicado— el término jurídico de peligrosidad criminal o peligrosidad social (Esbec, 2003). La primera atribución estaba referida a sujetos con un historial o una carrera criminal anterior a la comisión del evento por el que es declarado formalmente por las autoridades como un sujeto qué comete una acción de peligrosidad criminal; mientras, la segunda es asignada a los sujetos que aun cometiendo una acción de peligrosidad criminal con anterioridad a este mismo evento no habían desarrollado una carrera delictiva o criminal. Estos dos tipos de estados criminales reciben el nombre de peligrosidad posdelictual y peligrosidad predelictual, respectivamente (Ferri,1933).

4. La violencia como un fenómeno puramente social

La doctrina ha barajado, en esencia, dos modelos que trataban de explicar el porqué de la génesis de la violencia: los modelos sociales y los modelos biológicos (Ferri,1933). Por su parte, los modelos sociales abundaban sobre la violencia como un mero fenómeno estrictamente social, y al que brindaban en su análisis los marcos teóricos necesarios para, a partir de estos, elaborar otras teorías, como la planteada por Calzada Reyes (2007):

Por su parte, los modelos biológicos miran hacia el criminal tratando de localizar e identificar en alguna parte de su cuerpo, en el funcionamiento de este, el factor diferencial que explica la conducta delictiva (López, 2015). Esta circunstancia se podría suponer como resultado de la acción de alguna patología o alguna disfunción o trastorno orgánico del sujeto. Se barajan al respecto distintas hipótesis; tantas como las que se deprenden de las distintas disciplinas de las ciencias de la salud, y que van desde hipótesis antropológicas hasta biotipológicas, endocrinológicas, genéticas, neurofisiológicas, o bioquímicas, etc. (Calzada Reyes, 2007). Es entonces cuando desde la doctrina de la criminología se distingue el propio pronóstico de peligrosidad como una herramienta adecuada cuando se la fundamenta en datos objetivos de orden científico, y se dejan por fuera de la interpretación las probabilidades.

Antaño existían normas jurídicas que basaban, precisamente, este elemento de juicio en la subjetividad y la probabilidad de acontecer, pero sin datos objetivos suficientes que lo sustentasen, amparándose en la necesaria actuación o la intervención mínima necesaria para defender el orden constitucional, en cuanto era necesario proteger a la población de ciertos elementos disruptores del orden social. En este sentido, han dejado de tener vigencia aquellas normas que valoraban el estado de peligrosidad en juicios de valor subjetivos; no obstante, la ciencia continúa escudriñando las posibilidades que brindan el análisis de riesgos y la valoración de peligrosidad social para determinar o tratar de aclarar si existe un riesgo futuro, como, por ejemplo, a la hora de disponer la salida de prisión de un sujeto que podría constituir un riesgo para la sociedad (López, 2015).

El concepto peligrosidad se recoge en las legislaciones penales de numerosos países, y se lo está sustituyendo por la valoración del riesgo de violencia. La utilización del término peligrosidad ha dejado de estar presente en las valoraciones sobre los criminales, y así ha tornado la doctrina a recalificar el término indicando que los análisis deben contribuir a valorar no el concepto de peligrosidad, sino, más bien, la posibilidad de riesgo de comportamiento violento futuro. En Inglaterra, Alemania, Suiza, Holanda y Canadá existen normas penales que enfatizan una valoración de riesgo de conducta violenta enfocada fundamentalmente en los procedimientos penales donde los sujetos estén encartados, mediante una evaluación sistemática de la valoración del riesgo (Pueyo & Echeburúa, 2010). El estado peligroso, además de ser una categoría que la norma penal puede albergar en sus articulados, actualmente es consensuado identificarlo como estado peligroso, que puede atender a la variabilidad como estado también asociado a la estabilidad mental del sujeto.

No fue hasta su reconocimiento como termino jurídico cuando se pudo distinguir entre la peligrosidad criminal y la peligrosidad social: como ya se ha mencionado, el primero identificaba a sujetos con un historial o una carrera delictivos previos, mientras que la segunda acepción estaba destinada a quienes no habían cometido previamente algún acontecimiento criminal violento (López, 2015).

5. La violencia territorial como fenómeno violento estructural

Una vez observadas distintas doctrinas sobre la violencia y su persistencia con su carácter tangiblemente social, se percibe cómo se aplica su cognición a un fenómeno tan reciente y activo como el que supone la violencia territorial que existe y persiste, por ejemplo, en el caso colombiano. Durante los últimos años, la geografía política como subdisciplina de la ciencia política, la sociología y la criminología, además de subdisciplinas de la psicología social, han centrado su atención en entender la violencia desde, necesariamente, una nueva perspectiva por contemplar, tal y como la que nos ocupa, si se evalúa el caso colombiano a través de la violencia territorial, la cual solo es inteligible, en su inseparable relación entre la población y el grupo social —que serán las construcciones sociales establecidas— y el ambiente socioespacial, donde cobran significado y raigambre las relaciones de cotidianidad, y que en determinados lugares de Colombia está más arraigado que en otros, y puede albergar mayor o menor violencia territorial.

Entre algunos de los trabajos centrados en la evolución territorial del conflicto armado, existen aportaciones como las de Echandía (2006), Echandía y Cabrera (2017), Salas (2010; 2016), Ríos (2016; 2021) y Ríos et al. (2019), que muestran la manera como se ha ido transformando la geografía de la violencia en Colombia, y por la que los diferentes grupos armados y las estructuras criminales han terminado consolidando su posición en enclaves geográficos hostiles, alejados de los centros económicos y políticos decisorios del país. Trayendo a colación el fenómeno violento del que participa la sociedad colombiana, se debe enfatizar en el trabajo clásico sobre la violencia de Galtung (1969), quien al abordar la consecución de la paz, partiendo de la premisa de que ella está lejos de ser la ausencia de violencia, se la debe entender como la transformación y la superación de los condicionantes estructurales y simbólicos que la sostienen, algo que está presente en la literatura especializada sobre resolución de conflictos y construcción de paz.

En este sentido, se baraja, para mitigar su incidencia, el necesario despliegue de recursos económicos que mitiguen los planos sociales que se ven afectados, y que en el caso colombiano radica, fundamentalmente, en el fenómeno de la desmovilización de tantos excombatientes que necesitaran, igualmente, múltiples capacidades institucionales para dar respuesta a una necesaria creación de oportunidades socioeconómicas legítimas, a la vez que se actúa en contra de la tendente creación de recursos ilícitos por parte de grupos armados ilegales que ya antes financiaron el conflicto armado, y ahora pretenden financiar su ausencia. Esto, entre otros muchos factores para tener en cuenta a la hora de asumir todo proceso de construcción de paz (Ríos & González, 2021).

A partir de la base de la categorización de Galtung (1969), al ejemplo violento que condicionó el tratado de paz colombiano, si se analiza pormenorizadamente la violencia directa y estructural asociada a los territorios más golpeados por la violencia, es posible dar cuenta de las limitaciones y las dificultades transformadoras para el proceso de construcción de paz en clave territorial. La violencia es dinámica en cuanto obedece a dos posiciones: por un lado, es producto de su posición a favor del acuerdo de paz, lo que contraviene las fuentes de financiación ilícita o los impedimentos a la restitución de tierras afines a los grupos armados y las estructuras criminales; por otro, concretamente en el caso de los exguerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP), destacan los intentos de cooptación a la criminalidad (Ríos & González, 2021).

Observando el fenómeno de la violencia en el caso colombiano, y a partir de Galtung (1969), atendiendo a las variables intervinientes sobre este tipo de violencia territorial destacan varios elementos explicativos: la condición periférica irresoluta, relacionada con dinámicas de violencia estructural, la concentración de cultivo cocalero y la preeminencia de estructuras armadas y grupos criminales. En el análisis social y estructural de la violencia para el caso colombiano, según las estructuras de Galtung (1969), es una realidad que el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y los grupos herederos del paramilitarismo son los que han terminado por consolidarse como actores de la violencia local en aquellos escenarios cocaleros donde la presencia de las FARC-EP era hegemónica. Se ha destacado, por la doctrina, la necesidad de atender las posibilidades y los desafíos que acompañan a esta concepción de paz territorial (Rodríguez Iglesias, 2020), centrada en las posibilidades reales de una verdadera paz territorial en Colombia (Lemaitre & Restrepo, 2019; Ahumada, 2019; Cairo & Ríos, 2019; Le Billon et al., 2020).

La desaparición de las FARC-EP como guerrilla del tablero del conflicto armado no supone que algunos vestigios de la extinta insurgencia no sigan presentes, ya sea por una renuencia primigenia a aceptar el acuerdo de paz y desmovilizarse, o porque se han conformado estructuras criminales emergentes que, aprovechando la continuidad de la violencia, han conseguido nuevas movilizaciones a favor de la criminalidad (Ríos & González, 2021). Atendiendo a lo expuesto, no cabe esperar que en la geografía de la violencia colombiana los aspectos estructurales y socioeconómicos hayan cambiado sustancialmente. Junto a la situación de falta de eficiencia institucional y de escasas capacidades socioeconómicas, hay que añadir el negocio cocalero y el narcotráfico, que conectan con la presencia de estructuras criminales y violencia, que, como señala Aguilera (2010), llegaron a representar la principal fuente de ingresos que cada año obtenía la guerrilla.

Conclusiones

La violencia es un fenómeno multicausal que afecta gravemente al bienestar de la generalidad y suscita una acusada alarma social, con el consiguiente rechazo por parte de la sociedad, que manifiesta la necesidad de encontrar medios para su prevención, pues cualquiera de sus presentaciones genera en una latente preocupación en las sociedades democráticas donde el Estado social de derecho brinda bienestar en general, que se ve perturbado por los fenómenos violentos que deterioran la convivencia social.

Es entonces cuando, a tenor de la evidencia, valorar un estado de peligrosidad o de comportamiento violento no carece de dificultad, por todos los profesionales encartados en su conocimiento, dada su poca especificidad, pues cada tipo de conducta violenta dispone de un abanico de factores desencadenantes, por lo que es preciso tenerla en cuenta para la utilización de predictores en los análisis de riesgos de la peligrosidad criminal o violenta.

Podría parecer que la descripción tradicional, que distinguía entre lo que se supone que es una agresión reactiva —donde tuviera una acusada influencia la falta del control de impulsos por parte del sujeto— y una actividad emocional intensa, podría estar hablando de características psicopáticas en el sujeto, si esta fuera secundada por correlatos neurobiológicos variados. En este sentido, la prevención de la delincuencia violenta se ocupa de identificar las formas de evitar que los delincuentes reincidan. La clave de la tarea predictiva es delimitar con precisión el criterio que se va a pronosticar. Se debe insistir en que no es totalmente asumible la idea de predecir de manera general la manifestación violenta en un grupo social, pues únicamente se podría delimitar acerca de un reducido estrato grupal al que pertenezca el sujeto, y siempre teniendo en cuenta que, a lo sumo, la predicción establece rangos probabilísticos de comportamiento violento futuro.

Así, la acción violenta dirigida, por ejemplo, ya no contra otro sujeto, sino contra el Estado, no es un acto criminal o de terrorismo tan solo porque atenta enfrentado al Estado, donde primeramente se trataría de un crimen que persigue debilitar la acción soberana como comunidad que tiende a la búsqueda del bien común. Entonces, a sabiendas de que el objetivo buscado por la violencia terrorista es análogo al objetivo de la violencia ilegítima —esto es, provocar el terror en los sujetos; en este caso, en la totalidad de la población, que es, además, el elemento característico que lo distingue de otros tipos de manifestaciones violentas, distintas de otras formas a una escala de agresión inferior a esta—.

La violencia y la agresión en forma de terrorismo, de cualquier tipo que sea, constituyen simultáneamente un problema interno de los Estados y un problema internacional. Son un problema jurídico (el castigo de quienes forman parte del grupo que practica la determinada violencia que se trate) y contemporáneamente político (pues se trata de combatir la “idea” que representa su causa, a veces ennoblecida por motivaciones pseudorreligiosas, y otras, sostenida por argumentaciones filantrópicas, o incluso morales (que se entienden como tal), estrictamente ligadas a la justicia social.

La conducta violenta y la conducta agresiva con finalidad terrorista llegan a convertirse en flatus vocis, usado como categoría que aglutina en sus manifestaciones cualquier acción. Muy distintas son la conducta violenta y la conducta agresiva en el teatro de operaciones de un conflicto armado, en sus facetas de guerra defensiva u ofensiva, donde la manifestación o el despliegue de la violencia son la condición legítima para lograr el fin legítimo. Esta consideración también parece ser compartida por grupos terroristas organizados que creen legítimo el uso de la violencia, que refieren violencia revolucionaria, a pesar de que estén enfrentándose a un orden constitucional establecido y sean, además, una acusada minoría que muestra absoluto desprecio por la legalidad vigente y por el orden democrático constituido.

La violencia y la agresión en forma de terrorismo son un medio de lucha, conducidas con cualquier manifestación: atentados, asesinatos, matanzas, secuestros, sabotajes o bombardeos, entre otros, usados como métodos violentos para lograr un fin; o sea, la utilización de los medios necesarios violentos, incluso de manera indiscriminada. En el caso de un teatro de operaciones militares incursos en una guerra legítima, son utilizados sin distinguir, en las propias manifestaciones de estas, la pertinencia del uso de una forma u otra que no entran en discusión con las normas de la guerra justa dispuestas en los tratados internacionales en sus premisas de paz. De cuanto se ha dicho brevemente, brota, en primer lugar, que, la violencia y la agresión en forma de terrorismo son un instrumento utilizado para el logro de cualquier fin. El fin, sin embargo, no justifica los medios; menos aún, el que representa esta determinada forma de terrorismo y plantea antes la cuestión de su bondad o, lo que es lo mismo, de su validez.

La violencia y la agresión en forma de terrorismo deben ser consideradas siempre acciones criminales carentes de justificación y, simultáneamente, un delito independiente, pues son siempre un crimen con violencia direccionada a una intención volitiva, que, además, es ilegítima, en la búsqueda de imponer una voluntad arbitraria no sustentada en derecho. Son un acto criminal, pues atacan toda condición humana sujeta a la razón, así como a la convivencia pacífica y las finalidades democráticas de las sociedades, por lo que se debe siempre considerarlas un delito y un crimen; este último, incluso si cabe la apreciación, de lesa humanidad.

Nadie puede ignorar las iniuriae que causan la violencia y la agresión a las personas, a los pueblos y a las comunidades políticas. Nadie está legitimado para servirse de ella por razones ideológicas ni por “razones indirectas”; esto es, a fin de obtener un “consenso” o como efecto del miedo provocado por el propio terrorismo o como consecuencia de una acción de conciliación con él, pisoteando toda justicia. Estas conclusiones dejan interrogantes abiertos para que futuras investigaciones profundicen en las bases de la violencia y la agresión, y una vez comprendidas estas, poder afianzar mejor las necesidades de seguridad y defensa.

La violencia y la agresión estructural violenta aplicadas al caso colombiano están arraigadas al componente territorial, motivo por el cual la pervivencia del acuerdo de paz ha atravesado y atravesará particulares dificultades, dadas la persistencia de una acentuada brecha territorial, una falta de eficiencia institucional que se acompaña de una marcada violencia estructural y la concurrencia del negocio cocalero, que durante décadas ha servido de válvula de escape para entender la intensidad y la longevidad del conflicto colombiano armado.

1Artículo de reflexión vinculado a la Universidad Católica San Antonio de Murcia, España.

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