Artículo

Estudios en Seguridad Y Defensa, 16(32), 397-413.

https://doi.org/10.25062/1900-8325.308

La identidad y las normas en las “culturas de seguridad nacional” de los Estados: revisión del caso de la Federación Rusa1

Identity and Norms in the “National Security Cultures” of States: A Review of the Case of the Russian Federation

Identidade e normas nas “culturas de segurança nacional” dos Estados: uma revisão do caso da Federação Russa

DANIEL RAMIRO PARDO CALDERÓN2

Investigador en la Fundación Ideas para la Paz (FIP), Colombia.

2 Investigador en la Fundación Ideas para la Paz (FIP). Máster en Relaciones Internacionales y Estudios Africanos de la Universidad Autónoma de Madrid; Especialista en Alta Gerencia de la Defensa Nacional de la Universidad Militar Nueva Granada. Profesional en Gobierno y Relaciones Internacionales de la Universidad Externado de Colombia. Interesado en el análisis de conflictos armados y temáticas relacionadas con la seguridad y defensa nacional, las negociaciones de paz, medidas de construcción de paz y postconflicto. Contacto: danielpardocalderón@gmail.com https://orcid.org/0000-0003-4228-6740

Fecha de recepción: 9 de junio de 2021

Fecha de aceptación: 30 de octubre de 2021


Resumen

La seguridad nacional de la Federación Rusa va más allá del despliegue de sus capacidades materiales para garantizar la protección física del Estado. Es el resultado del desarrollo y la consolidación de una nueva identidad nacional, basada en una plataforma ideológica impulsada por Vladimir Putin, y construida socialmente a lo largo de varios años, a partir de su visión, su percepción y su interacción con otros Estados. Según esto, Rusia es una potencia global y regional, y un Estado fuerte; por eso, todo aquello que impida el desempeño de dichos roles constituye una amenaza a su supervivencia como Estado nación.

Lo anterior es comprensible a la luz de los postulados del enfoque socio-constructivista-moderado de las relaciones internacionales, que resalta el papel de las ideas en la construcción de identidades e intereses que guían el comportamiento de los Estados. Bajo esta lógica, Rusia viene desarrollando una cultura de seguridad nacional competitiva, y otra colectiva, cuyo eje central es la llamada guerra híbrida contra Estados Unidos y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y todo lo que ello representa para la preservación de su identidad nacional.

Palabras claves: Rusia, Seguridad nacional, Identidad nacional, Neorrealismo, Socioconstructivismo, Guerra híbrida.


Abstract

The national security of the Russian Federation goes beyond the deployment of its material capabilities to guarantee the physical protection of the State. It is the result of the development and consolidation of a new national identity, based on an ideological platform promoted by Vladimir Putin and socially constructed over several years from his vision, perception and interaction with other States. According to this, Russia is a global and regional power, and a strong State, and therefore everything that prevents the performance of these roles constitutes a threat to its survival as a nation-state.

The foregoing is understandable in light of the postulates of the moderate socio-constructivist approach to International Relations that highlights the role of ideas in the construction of identities and interests that guide the behavior of States. Under this logic, Russia has been developing a culture of competitive national security and a collective one, whose central axis is the so-called “hybrid war” against the United States and NATO and all that it represents for the preservation of its national identity.

Keywords:

Russia, National Security, National Identity, Neorealism, Socio-Constructivism, Hybrid Warfare.


Resumo

A segurança nacional da Federação Russa vai além do desdobramento de suas capacidades materiais para garantir a proteção física do Estado. é o resultado do desenvolvimento e consolidação de uma nova identidade nacional, alicerçada numa plataforma ideológica promovida por Vladimir Putin e socialmente construída ao longo de vários anos a partir da sua visão, percepção e interação com outros Estados. De acordo com isso, a Rússia é uma potência global e regional, e um estado forte e, portanto, qualquer coisa que impeça o desempenho dessas funções constitui uma ameaça à sua sobrevivência como estado-nação.

O exposto é compreensível à luz dos postulados da abordagem sócio-construtivista moderada das Relações Internacionais, que evidencia o papel das ideias na construção das identidades e interesses que norteiam o comportamento dos Estados. Sob essa lógica, a Rússia vem desenvolvendo uma cultura de segurança nacional competitiva e coletiva, cujo eixo central é a chamada guerra híbrida contra os Estados Unidos e a OTAN e tudo o que ela representa para a preservação do seu país identidade.

Palabras-chave: Rússia, Segurança nacional, Identidade nacional, neorrealismo, sócio-construtivismo, guerra híbrida.


Introducción

Desde cuando Vladimir Putin se convirtió en el presidente de la Federación Rusa, en 2000, se trazó como uno de sus principales objetivos devolverle a su país su estatus de superpotencia mundial. Y bajo Putin, Rusia ha logrado, por ejemplo, el mejoramiento de las condiciones de vida de la población, la modernización y el fortalecimiento de las Fuerzas Armadas (FF. AA.), su exitosa participación en la guerra de Georgia (en 2008), su rol decisivo en el conflicto de Siria, la anexión de Crimea (en 2014) y la creciente influencia política, diplomática económica y militar que viene ejerciendo en diferentes regiones, como áfrica, Asia Central y América Latina, por nombrar algunos ejemplos. Lo anterior hace pensar, desde una visión neorrealista, que lo ha logrado con creces en la medida en que, gracias al reforzamiento de sus capacidades económicas y, principalmente, militares, ha logrado inclinar el balance de poder internacional a su favor, frente a la hegemonía de Estados Unidos, y de esa manera, ha garantizado su propia seguridad.

No obstante lo anterior, entender el comportamiento de Rusia únicamente a partir de esta lógica racional y material, desde la que es concibe la seguridad nacional como un interés jalonado exclusivamente por las presiones que ejerce la anárquica estructura internacional, implica desconocer el enorme peso que los agentes políticos, económicos y militares —en particular, el propio Putin, en su condición de gran líder desde hace casi dos décadas—, han tenido en su consecución, a través de la construcción y la difusión de grandes ideas, basadas en percepciones e imaginarios estrechamente ligados con la historia, y que han ido evolucionado en el tiempo. Un análisis completo y más preciso supone considerar la importancia que pueden tener estas fuerzas ideacionales, y para esto el enfoque socio-constructivista constituye una herramienta útil dentro de la disciplina de las relaciones internacionales (RI).

Desde esta perspectiva, la tesis central del presente ensayo es que, desde un enfoque socio-constructivista convencional de las RI, la identidad y las normas son factores sociales que constituyen las culturas de seguridad nacional. Para explicar lo anterior, el documento se divide en dos secciones. En primer lugar, se abordan los principales postulados del enfoque constructivista convencional, a partir de algunas de las obras de dos de sus máximos representantes: Alexander Wendt y Martha Finnemore; esto, con el fin de entender mejor su significado y su alcance. En segundo lugar, con base en lo anterior, se examina cómo la identidad nacional ha constituido culturas de seguridad competitivas y colectivas en la Federación Rusa; en concreto, se revisa cómo esto ha llevado a la definición de acciones y posiciones por parte del Estado ruso frente a la amenaza que representa Occidente. Finalmente, se esbozan algunas conclusiones generales.

El constructivismo y las “culturas de seguridad nacional”

El constructivismo puede ser entendido en dos sentidos: como una metateoría dentro de las ciencias sociales, o como un enfoque o un conjunto de enfoques sustantivos dentro de la disciplina de las RI. Como teoría social general, el constructivismo versa sobre el estudio del mundo social, la acción social, las relaciones humanas y las relaciones entre las estructuras y los agentes, y en ese sentido plantea que la realidad es una construcción social determinada por pensamientos, ideas, creencias, conceptos, lenguajes, discursos, señales y percepciones (Jackson, Sorensen & Moller, 2019). Como enfoque o conjunto de enfoques dentro de las RI, el constructivismo parte de la misma premisa filosófica, pero aplicada a un tipo específico de relaciones sociales; en este caso, las relaciones entre grupos de individuos organizados en naciones y Estados. En otras palabras, sugiere que la realidad internacional es producto de un proceso intersubjetivo en el que intervienen relaciones mediadas, principalmente, por fuerzas ideacionales (Jackson et al., 2019).

Esta lógica ontológica del constructivismo en las RI contrasta claramente con los postulados del neorrealismo y el neoliberalismo, las teorías predominantes dentro de la disciplina. Según la visión de estas teorías, la política internacional nace, está dada a priori, es objetiva y neutral, y está determinada fundamentalmente por factores materiales como el poder militar y la riqueza de los Estados (Wendt, 1999; Jackson et al., 2019). El constructivismo no desconoce esas capacidades, y no controvierte el hecho de que los Estados se comporten en función de la búsqueda de la maximización de dichos factores en un contexto de anarquía, pero plantea que, antes que algo material, en realidad fueron ideas socialmente construidas a través de las cuales se les dio el significado (Wendt, 1999). Así, entonces, los elementos materiales que conforman la realidad internacional (la estructura: anarquía, el territorio, la población, las armas, etc.) son secundarios frente a los elementos ideacionales que les dan significado, los organizan y guían su funcionamiento (Jackson et al., 2019).

Ahora bien, pese a que la mayor parte de los pensadores que se inscriben dentro de la corriente constructivista de las RI comparten dicha ontología, en el sentido de que el mundo internacional está compuesto fundamentalmente de ideas, desde el punto de vista epistemológico existen profundas divisiones; de ahí que se hable de enfoques constructivistas sustantivos, y no de un solo enfoque.

En ese sentido, se distinguen al menos dos grandes vertientes, en términos epistemológicos. Por un lado, el constructivismo convencional, o moderado; por otro, el constructivismo crítico, también llamado post-positivista. Mientras la primera acepta y cree que el mundo, en tanto construcción social, es independiente del observador/investigador, y por esa razón puede ser analizado de manera objetiva empleando métodos científicos, los segundos consideran lo contrario: que el mundo no existe independientemente del observador, por lo que no hay una verdad objetiva y neutral de la realidad, pues en su construcción y su interpretación siempre intervienen los principios, las ideas y los intereses de quienes la conforman y quienes la estudian (Jackson et al., 2019).

A efectos de este ensayo, se tendrán en cuenta los planteamientos del constructivismo moderado, o convencional, el cual es el que más ha influido en el desarrollo teórico de la disciplina de las RI. Además, se abordarán algunas de las principales ideas expuestas por Alexander Wendt y Martha Finnemore, dos de los más destacados defensores del enfoque convencional. Como punto de partida, es preciso señalar que, si bien ambos autores comparten un enfoque sistémico, en la medida en que buscan analizar el comportamiento de los Estados en el sistema internacional, ponen el énfasis en cuestiones distintas. Mientras Wendt centra su atención en la interacción como base de la construcción de las identidades y los intereses de los Estados dentro del sistema internacional, Finnemore centra su análisis en los efectos que las normas y las organizaciones internacionales tienen sobre las identidades y los intereses de los Estados en la sociedad internacional (Jackson et al., 2019).

Wendt plantea que las variables en las cuales se basan los postulados de la síntesis neo-neo (el poder entendido como capacidades militares; el interés nacional entendido como el deseo de poder, seguridad y bienestar, y las instituciones internacionales), antes que factores materiales (“base material”), son ideas construidas socialmente; ideas compartidas por medio de la interacción subjetiva (Wendt, 1999). Así, entonces, las fuerzas ideacionales no son exógenas ni están dadas a priori de manera independiente de las fuerzas materiales, sino que son la dimensión constitutiva de esos factores materiales. Esto significa, por un lado, que la realidad internacional es el producto de la suma de fuerzas materiales e ideacionales, aunque estas tienen el mayor peso, por anteceder a las otras. Y por otro lado, que las ideas tienen efectos constitutivos, y no causales.

La intención de Wendt no es rebatir los postulados básicos de la síntesis neo-neo, según los cuales los Estados buscan sobrevivir y estar seguros en un contexto de anarquía (Wendt, 1999; Wendt, 2005); de hecho, su argumentación parte de esos mismos postulados, razón por la cual es considerado moderado o un constructivista realista. Lo que busca es criticar la explicación que dan a lo que se consideran supuestos implícitos. Busca complementar o enmendar, más que refutar, los principios sustanciales (Wendt, 1999). Para esto, el elemento en el que el autor centra su atención es la anarquía internacional (ausencia de un gobierno mundial).

Según la síntesis neo-neo, la anarquía es natural, está dada, es fija; es el principio ordenador de la estructura donde los Estados compiten para sobrevivir, constriñe y determina el comportamiento de los Estados (Wendt 1999). Por esa razón, los intereses y las identidades de los Estados son exógenos, porque están dados por la estructura que conduce única y exclusivamente a la autoayuda, de manera que los Estados saben a priori qué son y qué quieren: competidores para obtener poder y seguridad con el fin de sobrevivir (Katzenstein, 1996; Wendt, 2005).

Por su parte, Wendt plantea que la anarquía no nace de la nada, y que no está dada, sino que es una construcción social que resulta del proceso intersubjetivo de interacción social entre los Estados; es decir, el proceso determina el comportamiento de los agentes y configura la realidad internacional. Ello significa que la estructura (anarquía) no determina la acción de los agentes —como lo sugiere la síntesis neo-neo—, sino que es la interacción social entre estos lo que lleva, con el tiempo, a la definición de diferentes identidades e intereses, y configura así la estructura, de manera que la anarquía no es estática, sino que puede cambiar (Finnemore, 1996a; Wendt, 2005).

En otras palabras, Wendt plantea que los Estados se relacionan dependiendo del significado, la idea y la concepción que tienen de sí mismos (ego) y de los demás (alter). Estos significados colectivos del yo y el otro van cambiando conforme se vaya dando el proceso de interacción y van conformando identidades (percepciones, expectativas e interpretaciones del yo), que, a su vez, van definiendo unos intereses (Wendt, 2005). La suma de estas identidades e intereses forma una gran estructura cultural o de ideas compartidas, que en el plano sistémico da lugar a normas o instituciones compartidas, como, por ejemplo, la anarquía o la autoayuda (Wendt, 1999; Wendt, 2005).

Para Wendt, la anarquía ergo, la autoayuda, es una institución, resultado de una estructura específica de identidades e intereses, construida socialmente en el marco de un proceso intersubjetivo a partir de unos significados colectivos (Katzenstein, 1996; Wendt, 1999; Wendt, 2005). Pero dado que los significados colectivos, o ideas compartidas, se mueven continuamente por la interacción, y que, por lo tanto, las identidades y los intereses son dinámicos, puede haber distintas estructuras culturales sobre la anarquía (Wendt, 1999).

Así las cosas, las identidades y los intereses, basados como están en ideas, no son exógenas, sino, por el contrario, son endógenas a la explicación de la realidad internacional, porque la constituyen. De ahí que “la anarquía es lo que los Estados hagan de ella” (Wendt, 1999, p. 135; Wendt, 2005, pp. 5-19). Dado que lo primero que afecta el proceso de construcción de la identidad es la preservación de la seguridad del yo (interés nacional), el concepto de seguridad difiere en función de cómo los Estados se identifican con el otro (Katzenstein, 1996; Wendt, 2005).

Wendt identifica al menos tres estructuras culturales o estructuras de identidades e intereses de la anarquía en función de la forma como los Estados se identifican a sí mismos y con los otros frente a la preservación de su seguridad (Wendt, 2005):

Como ya se señaló, el interés de Finnemore ha estado centrado en la influencia de las normas y de las organizaciones internacionales en la definición de las identidades y los intereses de los Estados, y en consecuencia, en su comportamiento. Para la autora, las normas internacionales generalmente cumplen un ciclo, al seguir una serie de pasos lógicos de surgimiento, aceptación o socialización y difusión o interiorización (Finnemore & Sikkink, 1998). En dicho proceso intervienen lo que denomina como emprendedores normativos, que pueden estar representados por individuos, gobiernos, organizaciones intergubernamentales, organizaciones no gubernamentales (ONG), empresas y comunidades epistémicas (grupos de expertos), entre otros. Estos emprendedores se encargan de crearlas, impulsarlas o modificarlas en función de sus experiencias, sus necesidades, sus intereses y sus visiones (Finnemore & Sikkink, 1998).

Algunas veces, los emprendedores normativos unen sus fuerzas, movidos por valores y principios comunes sobre asuntos concretos, y forman redes trasnacionales de cabildeo e influencia, o redes de defensa por medio de las cuales impulsan campañas internacionales para lograr dichos cambios en las lógicas de lo apropiado (Finnemore & Sikkink, 1998; Keck & Sikkink, 1999), y así dan lugar a instituciones internacionales (Keohane, 1989) en forma de regímenes internacionales con nuevos principios, normas, reglas y procedimientos, que, a su vez, pueden generar expectativas comunes, las cuales llevan a que los Estados se comporten de determinada manera; por ejemplo, cooperando para obtener beneficios compartidos (Krasner, 1983; Keohane, 1989; Hurrell & Duel, 1992; Hasenclever et al., 1997).

En ese sentido, para Finnemore, las normas pueden tener al menos dos grandes efectos. Primero pueden tener un efecto regulatorio, en el sentido de que pueden generar cambios en las lógicas y los estándares preexistentes sobre los apropiado, lo correcto, lo adecuado, lo bueno y lo aceptable en determinados asuntos, de lo que bien puede ser por ejemplo el sistema de seguridad y defensa internacional (Finnemore, 1996a; Finnemore & Sikkink, 1998). Y segundo, pueden tener efectos constitutivos, en la medida en que tienen la capacidad para crear nuevos valores y expectativas compartidos, así como patrones de conducta en la sociedad internacional, que terminan definiendo las identidades y los intereses de los estados a través de las organizaciones internacionales (Finnemore, 1996a; Katzenstein, 1996). Finnemore plantea que las teorías tradicionales de las RI son incapaces de explicar algunas cuestiones de la política internacional, como, por ejemplo, las intervenciones humanitarias, pues dan por hecho que el interés de los Estados siempre estará asociado al logro de objetivos geoestratégicos o geoeconómicos, y no a una motivación o una justificación humanitarias (Finnemore, 1996b).

Desde la perspectiva socio-constructivista, los intereses de los Estados evolucionan, y por eso un Estado que interviene para satisfacer un interés material hoy, mañana puede intervenir en otro persiguiendo fines humanitarios (Finnemore, 1996b). Esto se explica porque las normas pueden generar cambios en los estándares y lógicas normativas sobre los correcto, lo apropiado, lo adecuado y lo aceptable frente a determinados asuntos, como, por ejemplo, lo que se entiende por intervención, por soberanía o por humano. Esto va generando así nuevos patrones coordinados de conducta en el ámbito internacional, que terminan institucionalizándose a través de organizaciones o regímenes internacionales. Las normas tienen la capacidad para influir y transformar en general el comportamiento de los Estados y, en particular, sus valores, sus principios, sus percepciones, sus expectativas, sus identidades, sus incentivos, sus intenciones y sus intereses (Finnemore, 1996b).

Teniendo en cuenta lo anterior, tratar de entender la seguridad nacional exclusivamente desde sus manifestaciones materiales y racionales es incompleto y por demás equivocado. El poder militar y económico son importantes, pero, según lo planteado por Wendt y Finnemore, estos no son más que expresiones materiales de conceptos e ideas construidas socialmente a través de normas y procesos intersubjetivos de interacción social entre individuos. Lo que un Estado o un conjunto de Estados, un gobierno o una organización entienden por seguridad puede variar dependiendo de cómo se conciben a sí mismos y cómo identifican al otro, y esto, a su vez, depende de su relacionamiento en un determinado contexto temporal y espacial. En ese orden de ideas, no hay una única cultura estratégica de seguridad nacional, sino que puede haber muchas culturas constituidas a partir de las identidades, los intereses y las normas que se desprenden de la interacción entre los actores de la realidad internacional.

A continuación se analiza cómo Vladimir Putin, presidente de la Federación Rusa, ha ido impulsando una identidad nacional desde su imaginario, su percepción y su interacción con Occidente —concretamente, con la OTAN—, y cómo, a partir de ello, ha definido dos culturas de seguridad: una competitiva y otra colectiva.

Occidente como amenaza para la identidad nacional de Rusia

Para Putin, la desintegración de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) fue la mayor catástrofe geopolítica de la historia, no solo por la pérdida de su posición dominante en la arena internacional, sino también, porque implicó la desaparición de la base ideológica, los valores, los principios, los usos y las prácticas que hasta entonces habían identificado y guiado a los rusos como nación (Zevelev, 2016; Roberts, 2017).

Por lo anterior, uno de sus más importantes objetivos Putin desde que llegó al poder ha consistido en la búsqueda, la creación y la concreción de una nueva identidad nacional que le devuelva a Rusia su rol protagónico (Zevelev, 2016). Para lograrlo, Putin se propuso desde el principio llenar el vacío ideológico que resultó de la caída de la URSS, a través de la introducción de una nueva ideología, compuesta fundamentalmente por tres grandes elementos: 1) el patriotismo, o nacionalismo integrador, asociado al orgullo por la diversidad rusa, su historia y su lugar en el mundo; 2) la democracia soberana, en referencia a una forma propia de democracia, y 3) el imaginario cristiano ortodoxo como eje de la unidad del pueblo eslavo oriental y base de las normas culturales, los valores y las tradiciones (Antunez, 2017).

Para avanzar en la consolidación de este nuevo marco identitario, Putin diseñó y viene poniendo en práctica una gran estrategia discursiva en el plano doméstico, a través de la cual promueve la cohesión de la nación y reivindica la grandeza y la legitimidad de cada uno de los tres elementos que lo componen. Esto lo hace aludiendo de manera calculada al pasado, las tradiciones y las costumbres gloriosas, los eventos los acontecimientos históricos, así como a grandes ideas, dentro de las que, a su vez, sobresalen dos: por un lado, la existencia de un mundo ruso y, por otro, la de una civilización rusa.

El concepto de mundo ruso impulsado por Putin se basa en la idea de compatriotas en el extranjero3, la cual define a la nación rusa como algo que va más allá de las fronteras nacionales. Esto, en la práctica, implica nada menos que la justificación para la extensión del espacio político, económico y social de interés, y de responsabilidad de preservación y protección hacia aquellas zonas que, supuestamente, habitan naciones originales e históricamente hermanas, como Ucrania y Bielorrusia (Ruíz, 2012, p. 82; Zevelev, 2016, pp. 12-13; Pardo, 2017, pp. 4-5). Por lo anterior, Putin cree que los rusos conforman el mayor grupo étnico del mundo, dividido por fronteras, y que, por lo tanto, debe ser unificado.

El concepto de civilización rusa va más allá, y denota un gran proyecto supranacional con el que se busca concebir a Rusia no tanto como una nación, sino como una gran civilización multiétnica, con unos valores, unos principios, unas normas y unos procedimientos propios, y que se presenta como alternativa frente a la civilización occidental (Linde, 2016; Zevelev, 2016; Roberts, 2017; Tiido, 2018).

Desde esa perspectiva, y desde una visión mesiánica, Putin ha pretendido proyectar una imagen de Rusia como una civilización única, singular, excepcional, universal, que históricamente ha tenido una serie de misiones eternas de servir como emprendedor normativo, como garante del balance de poder en el mundo entero. Como guardián del cristianismo ortodoxo de raíz bizantina (herencia directa del Imperio bizantino: tercera Roma). Como nación salvadora de todos los males de la humanidad (a través de grandes guerras patrióticas, como, por ejemplo, la guerra napoleónica y la Segunda Guerra Mundial, y de acciones concretas, como la lucha contra el colonialismo), y encargada de resolver los problemas de los que Occidente no puede hacerse cargo. Como fuerza integradora de la nación eslava. Y como autoridad moral de la humanidad (Pardo, 2017; Curanovic, 2018; Tiido, 2018).

La difusión y la aplicación de estas grandes ideas que componen el marco ideológico putinista —especialmente, a lo largo de la última década— han constituido la base de la nueva identidad nacional rusa. Esta, a su vez, se puede dividir en tres vertientes o autoconcepciones: Rusia como potencia global, como potencia regional y como Estado fuerte. Estas identidades del yo ruso están construidas a la luz del marco ideológico putinista, y también, a partir de la interacción con otros actores de la escena internacional; es decir, en oposición al otro extranjero, así como al otro histórico, referido a la propia Rusia en periodos pasados de decadencia (Morales, 2018).

Desde esta visión, Rusia se identifica como gran potencia global al superar la caída de la URSS y erigirse como uno de los polos de poder en el sistema internacional multipolar y contrapeso que impide la hegemonía unipolar del Estados Unidos. Se identifica como potencia regional porque así supera su incapacidad para intervenir militarmente en el vecindario y se erige como líder encargado de mantener su área de influencia, de preservar la estabilidad y de truncar el expansionismo occidental. Y se identifica como Estado fuerte para poner fin a la injerencia de Occidente en la política interna y se erige como un país fuerte, con un líder fuerte que impide agresiones e injerencias externas (Morales, 2018; Wood, 2018).

Dichas autoconcepciones explican en gran medida la lógica subyacente a la definición y el desarrollo de la política interna y, sobre todo, de la política exterior, ya que es a partir de la identificación de estos roles como Putin ha delineado sus acciones y sus posiciones en el relacionamiento con el mundo.

Por lo planteado, la cuestión de la identidad nacional, más allá de su dimensión retórica, es considerada un asunto del más alto interés. Es un asunto de seguridad nacional y de supervivencia, en el sentido de que cualquier amenaza o factor de riesgo, interno o externo, que impida el normal desarrollo de alguno de estos roles (gran potencia, potencia regional y Estado fuerte) y sus bases ideológicas, o que atente contra su consecución, afecta la existencia del proyecto de Rusia como civilización y, por lo tanto, es considerado una afrenta que debe ser gestionada, combatida y neutralizada por todos los medios.

Es decir, se trata de un asunto de seguridad ontológica, en el cual, más que una preocupación por la integridad física del Estado, existe un temor frente a la consolidación de su propia identidad nacional y del reconocimiento de dicha condición en el contexto internacional (Morales, 2018, pp. 5-6).

Para Putin, Rusia se encuentra en un permanente estado de guerra y asedio por parte de enemigos externos, y de peligros que están encarnados por el otro extranjero; sobre todo, por Occidente, y en concreto, por la alianza entre Estados Unidos, la Unión Europea (UE) y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) (Wood, 2018, p. 18; Dzyadko, 2019). Según Putin, la propia caída de la URSS, pasando por las llamadas revoluciones de colores, hasta las expansiones de la OTAN, la independencia de Kosovo y la guerra contra el terrorismo, entre otras acciones, no han sido más que esfuerzos impulsados desde Occidente para tratar de civilizar/occidentalizar desde afuera e imponer sus modelos, sus valores y sus estilos en Rusia, para reducir su poder y su influencia, y para impedir el desarrollo y la consolidación de la identidad rusa (Ruiz, 2012; Zevelev, 2016; Pardo, 2017; Morales, 2018).

A fin de contener la amenaza que representan las supuestas aspiraciones de Occidente y, de esa manera, preservar la identidad nacional, Putin desarrolló una cultura estratégica competitiva y una cultura de seguridad colectiva, las cuales fundamentan la política exterior y la política de seguridad nacional, y cuya punta de lanza es la aplicación de lo que comúnmente se denomina guerra híbrida.

Aunque existe un amplio debate en torno a lo que significa tal cosa, a efectos de este trabajo la guerra híbrida aplicada por Putin es aquella en la cual se combina poder duro con poder blando; es decir, instrumentos militares con instrumentos no militares (económicos, diplomáticos, culturales e informativos). Se caracteriza porque evita el desgaste, es persistente y está centrada en la población, en el sentido de que busca conquistar sus corazones, sus mentes y sus almas para obtener ventajas estratégicas (Antunez, 2017; Laurinavicius, 2016; Ruiz, 2012).

Desde el punto de vista del poder duro se explican decisiones y acciones — algunas, desproporcionadas e inesperadas— de gran trascendencia en el ámbito de la política exterior, y que se enmarcan en el sistema de seguridad competitivo. Algunas incluyen: la creencia de que Occidente representa la principal fuente de inestabilidad para Rusia, y la necesidad de defender y preservar la identidad nacional rusa; la modernización de las FF. AA.; el desarrollo de nuevas armas y misiles supersónicos e inteligentes, con capacidad para afectar centros de decisión en Occidente (Sahuquillo, 2019); la intervención militar en Georgia en 2008; la anexión de Crimea en 2014, y más recientemente, la intervención en conflictos más allá de su propia periferia, como en el caso de Siria, al igual que la presunta intención de anexarse Bielorrusia (Morales, 2018; Pigni, 2019).

Estas últimas son un claro ejemplo de la instrumentalización retórica de las grandes ideas de mundo ruso y civilización rusa como justificación interna y externa de la defensa de las autoconcepciones de Rusia como potencia global y potencia regional; en otras palabras, de la identidad nacional y de la idea de seguridad nacional (Linde, 2016, p. 9; Roberts, 2017, p. 37).

En términos de poder blando, se destacan diferentes maniobras enmarcadas en el sistema de seguridad colectivo, encaminadas a lograr el reconocimiento de esa identidad mediante la consideración de las opiniones y los intereses de Moscú que puedan verse afectados y del derecho como potencia a ser escuchada en los distintos foros internacionales donde participa; especialmente, el Consejo de Seguridad de la ONU, o atribuyéndose una suerte de derecho a veto sobre las decisiones de los países de su periferia (Morales, 2018, p. 11).

Asimismo, en el marco de la mencionada estrategia se destaca la creciente participación de Rusia en escenarios de mediación, aprovechando muchas veces los desaciertos, los fallos o el desinterés de Occidente, como en el caso de las negociaciones para la eliminación de los programas nucleares de Irán y, más recientemente, de Corea del Norte; su intervención en crisis como las que se han derivado de la disputa entre India y Pakistán por la región de Cachemira, o la situación de inestabilidad general que vive actualmente Venezuela, así como el reforzamiento de las relaciones bilaterales con China y varios países latinoamericanos, africanos e islámicos en torno al interés común en reducir la influencia de Occidente y, de paso, ampliar su propia órbita de poder alternativo, o la llamada diplomacia de las mascarillas en medio de la crisis por la COVID-19 (Bon & Yurgens, 2019, pp. 1315; Milosevich-Juarist, 2019).

Igualmente, cabe señalar la organización de grandes eventos deportivos, como los Juegos Olímpicos de Invierno de 2014, el Mundial de Fútbol de 2018, la Eurocopa 2020 y, por último, pero no menos importante, el uso del idioma ruso, como herramientas para difundir las narrativas antioccidentales y, también, la cultura y la influencia rusa en el mundo, para lo cual se creó una fundación llamada Mundo Ruso, adscrita al ministerio de Relaciones Exteriores (Tiido, 2018).

A través de la llamada guerra híbrida, Rusia quiere no solo desacreditar a Occidente, sino, además, ofrecer una alternativa clara desde el punto de vista ideológico y moral frente a los valores liberales difundidos desde Occidente. Según Putin, estos se han degradado, han caído en un profundo primitivismo y son la expresión de una civilización en declive, por cuanto viene desconociendo y rechazando los valores y los principios tradicionales sobre los que se ha fundado tanto en lo cultural como en lo moral, lo religioso e, incluso, lo sexual (Zevelev, 2018; Tiido, 2018; Mracheck, 2019). Putin se ha aprovechado de esa supuesta crisis para mostrarse como defensor de la moral tradicional oponiéndose a la homosexualidad, penalizando el divorcio y apoyando a la familia tradicional (Mracheck, 2019).

Además de lo expuesto, para combatir esa presunta decadencia y ese alejamiento de los valores cristianos tradicionales de Occidente —algo que, desde la perspectiva de Putin, representa una amenaza para la identidad rusa— uno de los principales instrumentos geopolíticos en el marco de la cultura estratégica de la llamada guerra híbrida empleados por el Kremlin ha sido la Iglesia Ortodoxa Rusa (IOR).

En este proceso, la IOR ha sido un aliado clave del Kremlin, pues comparte la visión del rol de Rusia en el mundo, su identidad excepcional y su misión civilizatoria (Curanovic, 2018); de hecho, el Arzobispo Kirill4 y Putin han tejido una relación muy cercana, que se basa, justamente, en el interés en difundir a escala local y en el exterior valores auténticamente rusos, tradicionales, conservadores, antioccidentales y antiglobalización y, en general, la idea de que Rusia es una civilización al servicio de la humanidad (Antunez, 2017; Curanovic, 2018).

Conclusiones

La identidad y las normas pueden constituir las culturas de seguridad de los Estados. A partir de la interacción y de la creación de normas, los Estados van definiendo lo que son y lo que quieren, y esto, a su vez, los lleva a asignar un significado u otro a lo que consideran que es prioritario para su seguridad, para su supervivencia.

Dependiendo de cómo se autoconciba un Estado o cómo identifica a los demás, se determina qué representa su propia seguridad nacional y cómo puede garantizarla; pero esto solo es posible a través de un proceso de relacionamiento intersubjetivo, que con el tiempo va dando forma a ideas, percepciones y expectativas que terminan guiando acciones y decisiones en uno u otro sentido.

La seguridad nacional, desde una visión constructivista convencional, antes que todo, es una idea que surge y se va moldeando en función de dicho proceso social de interacción, que luego se materializa en virtud del significado que se le asigna en el marco de dicho proceso. En ese sentido, así como para muchos países la seguridad nacional pasa por la protección física del Estado, la preservación de su soberanía, su integridad territorial y sus fronteras, para otros puede significar no solo eso, sino también, la defensa de su identidad, de sus propias autoconcep-ciones. El caso de Rusia es ilustrativo frente al particular.

Desde una visión neorrealista, es innegable que las acciones de Rusia en las últimas dos décadas han estado orientadas a reducir la hegemonía estadounidense y la de la OTAN, por medio, principalmente, del fortalecimiento de sus capacidades materiales; debido a esto, en cierta medida ha logrado avances importantes que le han permitido recuperar su rango de potencia mundial; sin embargo, la consecución de este gran objetivo estratégico no habría sido posible sin la existencia de una plataforma ideológica relativamente sólida y coherente.

A partir de la interacción histórica con Occidente —principalmente, con Estados Unidos y la OTAN—, el propio Putin ha venido liderando la construcción de una identidad nacional y del desarrollo de culturas estratégicas de seguridad nacional, cuyo objetivo supremo es la defensa de los ideales, los principios, los valores, las tradiciones y las costumbres sobre los cuales se fundamenta. Hoy Rusia es, de nuevo, un protagonista en la escena internacional, pero para ello, antes que poder material, fue necesaria la creación de ideas y discursos que le dieran sentido y significado a esa aspiración.

1. Artículo de reflexión resultado de investigación. Grupo de investigación: Dinámicas del Conflicto y Negociaciones de Paz, perteneciente a la línea Seguridad, Conflicto y Paz.

3 Acuñada en la década de 1990 por el otrora presidente Boris Yeltsin para referirse a los individuos que vivían por fuera de las fronteras de la federación, y que se sentían conectadas histórica, cultural y lingüísticamente con Rusia.

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