Artículo

Revista Estudios en Seguridad y Defensa 5(9): 5-24, 2010

La Corte Penal Internacional y su contribución a la consolidación1

ANDRÉS MOLANO ROJAS*, MAURICIO PALMA GUTIÉRREZ**


1 Artículo de reflexión resultado de investigación en el CEESEDEN, en el grupo “Centro de Gravedad” cuya área son los estudios sobre seguridad, geopolítica, defensa e instituciones internacionales. Bogotá, Colombia.
* Abogado constitucionalista. Licenciado en Filosofía e Historia. Magíster en Análisis de Problemas Políticos, Económicos e Internacionales Contemporáneos. Profesor de la Universidad del Rosario, de la Academia Diplomática de San Carlos y de la Escuela de Inteligencia y Contrainteligencia. Comentarista de varios medios de comunicación sobre temas políticos e internacionales. Director del grupo de investigación “Centro de Gravedad” en el Centro de Estudios Estratégicos sobre Seguridad y Defensa Nacionales -CEESEDEN- de la Escuela Superior de Guerra (Bogotá). E-mail: amolanocursos@yahoo.es
** Internacionalista. Especialista en Estudios Políticos Europeos. Especialista en Periodismo de la Universidad de los Andes. Se desempeñó como Asistente de Investigación en el Centro de Estudios Estratégicos sobre Seguridad y Defensa Nacionales -CEESEDEN- de la Escuela Superior de Guerra (Bogotá). Actualmente adelanta estudios de posgrado en la Universidad de Lepizig (Alemania). E-mail: xmpalmax@hotmail.com


Recibido: 20 de mayo de 2010
Evaluado: 03 de junio de 2010
Aprobado: 30 de junio de 2010



Palabras Claves: Justicia Internacional, Estatuto de Roma, Derecho Penal Internacional, Derecho Internacional de los Conflictos Armados, Legalización.


El artículo reconstruye los orígenes del Régimen Penal Internacional y los antecedentes inmediatos del Estatuto de Roma, para luego describir las características y estructura organizacional de la Corte Penal Internacional. A continuación aborda el análisis del papel del tribunal en la consolidación del Régimen Penal Internacional y los factores que pueden estimular a los Estados a sumarse a dicho proceso. Finalmente valora, en términos de legalización, la contribución del Estatuto de Roma y de la Corte Penal Internacional a la consolidación del Régimen Penal Internacional.


Introducción

La firma del Estatuto de Roma (ER) que dio origen a la Corte Penal Internacional (CPI) en julio de 1998 constituye un hito en la historia del desarrollo del derecho internacional público moderno. En efecto, representa la más cuidadosa elaboración alcanzada hasta ahora en el proceso de construcción de un Régimen Penal Internacional (RPI), al establecer una estructura judicial con vocación geográfica global, articulada con el sistema de seguridad colectiva de la Organización de Naciones Unidas (ONU), y con clara competencia para juzgar individuos por razón de conductas que les sean imputables como graves crímenes que afectan bienes jurídicos de la mayor entidad y universalmente reconocidos.

El presente estudio intenta reconstruir, analizar y evaluar, precisamente, ese proceso, resaltando en consecuencia la importancia de la CPI —sin dejar de señalar algunos desafíos y tareas por cumplir, así como algunas críticas en unos aspectos que sin duda alimentarán en el futuro el debate sobre la validez, la legitimidad y la eficacia del RPI.

Para hacerlo, explora inicialmente los conceptos de organización internacional y de régimen internacional. Enseguida, se revisan los principales episodios de construcción del RPI hasta el ER, para luego describir sus elementos básicos, la estructura y la organización de la CPI. También se identifican las razones por las cuales los Estados pueden (o no) estar interesados en reforzar el RPI a través de su participación en (y respaldo a) la CPI, y finalmente, se valora el impacto de la creación del tribunal en la progresiva legalización del régimen internacional en el que se inscribe.

1. La organización internacional, los regímenes internacionales y el Régimen Penal Internacional

Los dos principales paradigmas de las Relaciones Internacionales —realismo y liberalismo— coinciden en que la anarquía (es decir, la ausencia de un poder único y centralizado) es una propiedad inherente del sistema internacional multiestatal, que por esa razón suele asociarse con la idea hobbesiana del “estado de naturaleza”, más proclive al conflicto que a la cooperación, al primado de la fuerza que a la supremacía del derecho.

Sin embargo, los liberales advierten que la anarquía no es forzosamente perniciosa ni inevitablemente nociva. Más aún, sostienen que sus efectos (la competencia, la desconfianza, la guerra), pueden ser superados (o por lo menos morigerados) mediante la creación y el reconocimiento, a veces espontáneos e implícitos, a veces intencionales y formalizados, de instituciones internacionales, entendidas como “conjuntos de reglas formales e informales, estables e interconectadas, que prescriben comportamientos, constriñen actividades y configuran expectativas” (Keohane, 1982:326). Esto es consecuencia de cierta “ley de conservación” —diría Hobbes, puesto a debatir con los liberales— que lleva a los Estados a idear mecanismos para evitar que la anarquía del sistema internacional se convierta en un caos permanente que, a la postre, podría poner en riesgo su propia supervivencia. De ello se deduce la existencia —tan insoslayable como la anarquía que las condiciona— de algún grado, y más aún, de un permanente proceso de “organización internacional”, es decir, de progresiva institucionalización de las relaciones internacionales (Gallarotti, 1991).

Existen numerosas evidencias de este proceso. A fin de cuentas, el moderno sistema multiestatal refle ja la organización internacional establecida (o quizá reconocida) en la Paz de Westfalia en 16482, basada en los principios de soberanía, igualdad y territorialidad que recogió la Carta de San Francisco tres siglos después (Held, 1997).

Como proceso que es, la organización internacional genera varios productos: las alianzas y coaliciones, las organizaciones intergubernamentales, los regímenes internacionales, y el derecho internacional. Todos ellos, en distinto grado, constituyen instituciones, es decir, mecanismos regulatorios —más o menos formales, más o menos vinculantes y precisos, más o menos efectivos— de las interacciones internacionales.

Un régimen internacional es un conjunto de “principios explícitos e implícitos, normas, reglas y procedimientos de toma de decisiones en torno a los cuales los actores convergen en un área específica de las Relaciones Internacionales” (Krasner, 1982:498). Los regímenes internacionales permiten coordinar las acciones de los Estados para alcanzar resultados en áreas particulares (y por lo tanto, generan un ambiente más propicio para la colaboración); compensan la motivación egoísta cuando ésta no es suficiente para orientar la conducta de los Estados; y contribuyen a crear patrones de comportamiento o a reforzar unos previamente existentes.

Con alguna frecuencia los regímenes internacionales suelen estar vinculados a organizaciones intergubernamentales, y muchos de ellos se formalizan a través del derecho internacional, pero su existencia no depende de una instancia de delegación permanente encargada de ejecutarlo y aplicarlo (la organización intergubernamental), ni de una panoplia normativa expresamente vinculante (lo que en derecho internacional se denomina hard law).

Afirmar la existencia de un RPI supone reivindicar, por lo tanto, la existencia de un conjunto de elementos alrededor de los cuales se sincronizan, convergen y condicionan las expectativas y el comportamiento de los actores del sistema internacional (principalmente los Estados, pero también las organizaciones intergubernamentales y diversos actores sociales —tanto a nivel puramente nacional como global) en torno a tres elementos básicos: un conjunto de bienes jurídicos reconocidos como universalmente tutelables, un catálogo de conductas transgresoras proscritas y por lo tanto justiciables, y una serie de mecanismos de prevención, represión y sanción de los mismos. Por último, implica reconocer que la existencia del RPI es una variable dependiente del grado de socialización internacional que lleguen a obtener esos mismos tres elementos.

Los orígenes del RIP pueden incluso retrotraerse a la antigüedad romana, en la que los piratas eran considerados hostis humani generis (enemigos del género humano). Sin embargo, el propósito de estas páginas no es propiamente hacer la arqueología del régimen, sino más bien reconstruir sus avances más recientes, en especial en cuanto concierne al último de los elementos previamente señalados.

En efecto, aunque el RPI se conecte también con muy antiguas prescripciones consuetudinarias relativas a ciertas conductas, y en particular, con las del ius ad bellum y el ius ad bello, sólo es posible hablar de él con propiedad en la medida en que durante los últimos 150 años esas prescripciones se han ido haciendo justiciables con referencia a un marco normativo suficientemente comprehensivo.

La anterior es, de hecho, una de las principales diferencias entre el Régimen Internacional de los Conflictos Armados (formalizado en el Derecho Internacional de los Conflictos Armados, DICA), otros regímenes internacionales (como el del narcotráfico, o el más genérico y aún incipiente régimen sobre el crimen transnacional organizado) y el RPI: mientras que aquellos son puramente prohibitivos, el segundo es inherente y expresamente punitivo.

El camino que debe seguirse, por lo tanto, arranca en Ginebra a mediados del siglo XIX y conduce a la Conferencia de Roma en 1998, desde donde se proyecta precisamente ahora a la Conferencia de Revisión que tendrá lugar en Kampala (Uganda) durante el verano de 2010.

2. De Ginebra a Roma

El moderno RPI tiene su origen en la Guerra de Unificación Italiana. La aterradora experiencia de la guerra moderna prefiguraba ya en 1859 (Batalla de Solferino) la hecatombe de las dos guerras mundiales del siglo XX. Pero al mismo tiempo, sirvió de oportunidad para la creación de mecanismos humanitarios, como el Comité Internacional de la Cruz Roja, y también para la elaboración del primer marco normativo formal de lo que posteriormente se convertiría en el DICA.

En efecto, la Primera Conferencia de Ginebra, celebrada en 1864, dio como resultado un convenio “para el mejoramiento de la suerte que corren los militares heridos en los ejércitos en campaña”3, suscrito por varios Estados europeos como Francia, Prusia o Suiza.

A finales del siglo XIX la compleja situación geopolítica europea hacía presagiar a algunos el advenimiento de la cauchemard des coalitions (pesadilla de las coaliciones) tan temida por el canciller alemán Otto von Bismarck. Las ambiciones de la Alemania de Guillermo II, embarcada en una carrera armamentista y naval con la que el Káiser aspiraba a conducir al Reich a la hegemonía mundial en desarrollo de su ambiciosa Welt Politik (política mundial), generó preocupaciones en varias cancillerías europeas que encauzaron sus esfuerzos en una apuesta por evitar por la vía diplomática el estallido de las hostilidades.

El resultado fue la Primera Conferencia de La Haya, celebrada en 1899, a instancias del zar Nicolás II de Rusia y la reina Guillermina de Holanda, y a la que concurrieron 26 Estados, principal pero no únicamente europeos (Alston & Steiner, 2000). Allí, los Estados fueron mucho más lejos en sus compromisos de lo que habían hecho en Ginebra. Se adoptaron disposiciones sobre solución pacífica de controversias entre los Estados, se prohibió la utilización de globos para la guerra, y se reguló el uso de algunos tipos de munición (lo que acabaría por convertirse en una constante en el DICA) (Yale University, 2008). Cabe anotar que a partir de esta convención surgiría una primera instancia para la tramitación de las disputas de manera pacífica entre los Estados: una Corte de Arbitramento Permanente, antecedente del Tribunal Internacional de Justicia de la época de la Sociedad de las Naciones y de la actual Corte Internacional de Justicia.

Una segunda conferencia se celebró en esta ciudad holandesa en 1907. Participaron entonces 44 Estados (Yale University, 2008). Se profundizaron las regulaciones adoptadas en 1899, especialmente en cuanto a la utilización de la marina mercante como marina de guerra en época de hostilidades, y el respeto a la neutralidad de los Estados que como tales se declarasen en esas circunstancias. De esta época data también, por primera vez, la idea de crear un tribunal que juzgara a los individuos que violaran las disposiciones de los dos acuerdos de La Haya: una idea que, sin embargo, no fue bien recibida. El juego de transacciones entre los intereses políticos de las potencias, el valor agregado del concepto de soberanía clásico westfaliano y, sobretodo, el clima de inestabilidad sistémica que se venía gestando desde hacía ya algunos años impidieron en ese momento la creación de un tribunal penal internacional.

Uno de los principios establecidos en La Haya fue el de Command Responsibilty (Mahle, 2008). Según éste, la responsabilidad de los hechos acaecidos durante un período de hostilidades recae sustancialmente bajo los individuos que hayan encomendado y ordenado las diferentes acciones armadas durante la guerra. En otras palabras, los comandantes de los ejércitos y los gobernantes son, en última instancia, responsables de los efectos o consecuencias que una operación armada pueda tener. La primera aplicación efectiva de este principio en el campo penal tuvo lugar, precisamente, luego de la Primera Guerra Mundial, cuando el Tribunal de Guerra de Leipzig condenó al capitán del ejército alemán Emil Müller a seis meses de prisión por las precarias condiciones de salubridad de los campos de prisioneros que tenía a su cargo. Se sentó así un precedente que, en términos internacionales, serviría de base para la judicializa-ción de individuos por crímenes de guerra, separando su responsabilidad de la de los Estados en cuyo nombre actuaban.

El denominado “Espíritu de Locarno” (19251930) sería el marco propicio para la cristalización de otros principios íntimamente ligados al RPI. Tal es el caso de la declaración sobre la ilegalidad del uso de la fuerza contenida en el Pacto Briand-Kellogg (1928), suscrito por 15 Estados, luego refrendada en la Carta de San Francisco (1945), y que constituye hoy por hoy la piedra angular del sistema de seguridad colectiva de la ONU.

Antes de que el Espíritu de Locarno se disolviera en los vientos de la guerra, una nueva Convención de Ginebra retomó en 1929 el tema del tratamiento debido a los prisioneros en épocas de guerra. Para entonces ya es posible identificar un Régimen Internacional de los Confictos Armados, en el que además se encuentran, en germen, los elementos fundamentales del que más adelante será el RPI. El desarrollo de ambos regímenes recibiría un impulso signif cativo con ocasión de la Segunda Guerra Mundial.

La rendición del III Reich en mayo de 1945 supuso la victoria de los aliados en la contienda. Este resultado traería consigo la idea de la responsabilidad de los principales individuos, desde allí denominados “criminales de guerra”, que encomendaron y ejecutaron diversas acciones en contra no sólo de las fuerzas armadas enemigas (muchas veces violando las reglas de La Haya y de Ginebra), sino en contra de la población civil, de forma sistemática y masiva.

Pero como las normas de La Haya y de Ginebra no eran suficientes para el juzgamiento de tales conductas, fue necesario adoptar, sobre la marcha, un marco normativo que permitiera hacer efectiva la judiciali-zación de los responsables4. éste fue adoptado el 8 de mayo de ese mismo año en la Carta de Londres, que consagraba tres tipos de crímenes imputables a los líderes políticos y militares del III Reich: Crímenes de Guerra, Crímenes contra la Paz y Crímenes contra la Humanidad. Se encomendó a un tribunal en Nuremberg el procesamiento y juzgamiento del alto mando político y militar alemán, por su responsabilidad individual en la comisión de estos delitos.

La Carta de Londres supuso entonces una novedad, en la medida en que este tribunal sería el primero establecido por virtud de un instrumento de derecho internacional, con carácter internacional, y sujeto a un régimen jurídico especial también internacional. Al mismo tiempo, el principio de Command Responsibility fue reafirmado hasta sus últimas consecuencias.

El ejemplo del juicio a los criminales de guerra alemanes condujo al establecimiento de un tribunal similar, para el caso de los individuos que habían incurrido en este tipo de conductas en el marco de la Guerra del Pacífico. Por mandato de 11 Estados (víctimas de la agresión japonesa durante la guerra) se constituyó en 1946 el Tribunal Internacional Militar para el Lejano Oriente, más conocido como el Tribunal de Tokio, que operaría de manera análoga al de Nuremberg.

Nuremberg y Tokio no fueron los únicos tribunales internacionales establecidos para juzgar graves crímenes luego de la Segunda Guerra Mundial. Aunque pocas veces se lo recuerde, existió también el Tribunal de Khabarovsk, establecido por la Unión Soviética y la naciente República Popular China a finales de 1949. Este tribunal juzgó a algunos individuos por su responsabilidad en la fabricación y el uso de armas biológicas durante las hostilidades de la guerra, algo que ya estaba prohibido desde 1907.

El experimento de Nuremberg y Tokio dio origen a una serie de principios generales (los llamados “Principios de Nuremberg”), que a la postre se convertirían en el núcleo duro del RPI, luego de que durante los años siguientes la Asamblea General de la ONU los consagrara formalmente (Steiner & Alston, 2000): primero por medio de la Resolución 95(I) de 1946 “Afirmación de los principios de derecho internacional reconocidos por el Estatuto del Tribunal de Nuremberg”, y posteriormente la resolución 177(II) de 1947 “Formulación de los principios reconocidos por el Estatuto y por las sentencias del Tribunal de Nuremberg”.

Todo ello reforzó las ideas que algunos estudiosos ya habían evocado en medio de las hostilidades, sobre la necesidad de crear un tribunal penal internacional permanente (Brown, 1941; Verspasian, 1950). Y aunque éstas tardaron todavía algunas décadas en concretarse, el desarrollo del RPI recibió un impulso sin precedentes.

Al margen de lo que para la consolidación de un RPI representó la formalización paralela del Régimen Internacional de los Derechos Humanos (tanto en el nivel universal como regional) a partir de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), cabe señalar otros avances normativos de sustancial importancia en el largo camino que finalmente conduciría a la adopción del ER medio siglo después.

En primer lugar, la Convención sobre la prevención y el castigo del Crimen de Genocidio adoptado en diciembre de 1948, que consagraba la obligación de los Estados de prevenir, reprimir y sancionar “cualquiera de los actos mencionados a continuación, perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal: a) matanza de miembros del grupo, b) lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo, c) sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial, d) medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo, e) traslado por fuerza de niños del grupo a otro grupo”.

Y naturalmente, los Convenios de Ginebra, del año siguiente:

Estos cuatro convenios supusieron la consagración formal y definitiva de los principios delineados apenas en su sustancia en el derecho de La Haya, y por lo tanto, dieron carta de naturaleza definitiva al DICA, articulándolo alrededor de los principios de humanidad, distinción, proporcionalidad, necesidad, inmunidad y limitación. A su vez, con la posterior adopción de los Protocolos Adicionales I y II en 19775 dos elementos vinieron a reforzar el régimen establecido en los Convenios de Ginebra: el primero, en cuanto a la aplicabilidad del mismo en casos de conflicto armado no internacional, y el segundo, en cuanto a la protección debida a las víctimas de los conflictos armados. Sin embargo, el DICA siguió siendo un derecho esencialmente prohibitivo y no sancionatorio: la justiciabilidad de las conductas proscritas fue diferida a cada Estado, que adquiría la obligación de incorporar en su derecho interno las normas tanto sustanciales como adjetivas que fueran necesarias para darle cumplimiento efectivo a las prescripciones contenidas en los convenios y protocolos.

Con el fin de la Guerra Fría dos acontecimientos tendrían el paradójico efecto de impulsar de manera definitiva la consolidación del RPI.

Por un lado, la(s) guerra(s) que siguieron a la disolución de Yugoslavia —y en particular, las atrocidades de las que fueron víctimas algunos grupos específicos de la población— sacudieron a la opinión pública mundial; preocuparon a los Estados europeos y a los Estados Unidos ante la posibilidad de que los Balcanes se convirtieran, una vez más, en un verdadero polvorín; y así, crearon el ambiente propicio para que el Consejo de Seguridad de la ONU, con fundamento en el derecho de La Haya y el de Ginebra, ordenara la constitución de un tribunal ad hoc, para la investigación y juzgamiento de los crímenes de genocidio, guerra y lesa humanidad cometidos en el marco de las hostilidades de la antigua Yugoslavia a partir del 1 de enero de 1991 (Resolución 827 de 1993). Con sede en La Haya y conformado por 16 jueces, este tribunal ha procesado a cerca de 80 individuos, entre ellos al antiguo presidente serbio Slobodan Milosevic —muerto en prisión en 2006— y a Radovan Karadzic, quien ha sido acusado por la tristemente célebre masacre de Srebrenica (1995).

Un segundo tribunal ad hoc fue establecido por el Consejo de Seguridad al año siguiente (Resolución 995 de 1994), ante la evidencia de que otro genocidio había sido cometido en Ruanda, en medio de la confrontación étnica entre Hutus y Tutsis que afectó también al vecino Burundi. La competencia material del tribunal abarcaba los mismos tres tipos de crímenes que el Tribunal Penal Internacional para la Antigua Yugoslavia (genocidio, de guerra y de lesa humanidad), cometidos entre el 1 de enero y el 31 de diciembre de 1994 en Ruanda, por nacionales ruandeses —sin importar el lugar en el que se hubieran producido los hechos. Ubicado en Arusha, Tanzania, el tribunal cuenta con 16 jueces y ha servido como un elemento sustancial en la provisión de justicia y reconciliación de la sociedad ruandesa. Hasta hoy ha puesto especial énfasis en perseguir a individuos sindicados de cometer crímenes de lesa humanidad relacionados con acciones constitutivas de genocidio, abuso sexual, y esclavitud.

En ambos casos hay un elemento común de naturaleza sustancial que vale la pena destacar. Se trata del carácter subsidiario o complementario de los tribunales, en la medida en que su constitución obedeció no sólo a la gravedad de los acontecimientos, sino al hecho de que, en la práctica, o bien existía una imposibilidad de administrar justicia, o era absolutamente imposible esperar que actuaran, eficazmente, las jurisdicciones nacionales llamadas originalmente a hacerlo.

Durante la década siguiente se creó otro tipo de tribunal ad hoc directamente relacionado con este proceso de consolidación del RPI y de su aplicación en contextos específicos. Se trata de los llamados tribunales mixtos o híbridos, que aunque tienen un carácter internacional, operan con base en la legislación de un Estado en particular. Algunos ejemplos de estas estructuras son:

3. La Corte Penal Internacional: origen y reglas básicas de jurisdicción

Así pues, a finales de la década de 1990 parecían estar dadas las condiciones para la creación de un tribunal penal internacional permanente. La gravedad de los hechos registrados en Yugoslavia y Ruanda (en los que además, había sido palmaria la incapacidad que en ciertas circunstancias adolecen los Estados y sus jurisdicciones internas), el consenso internacional en materia de derechos humanos y la generalizada apuesta por las instituciones internacionales (favorecidos por el colapso del comunismo soviético), la movilización de la sociedad civil a escala global, y la propia coyuntura mundial del momento, facilitaron sin duda el proceso.

Una primera iniciativa en ese sentido provino de Trinidad y Tobago, que en 1989 propuso ante la Asamblea General de la ONU la creación de un tribunal internacional contra el narcotráfico. Sin embargo, no fue sino hasta tres años después que la misma Asamblea delegó a la Comisión de Derecho Internacional la redacción de un borrador para el futuro estatuto de un tribunal penal internacional permanente. La idea ganó relevancia gracias a las fructíferas experiencias de los tribunales ad hoc de la ex -Yugoslavia y Ruanda. En 1996 se convocó, para 1998, una reunión de plenipotenciarios con el fin de adoptar, formalmente, el texto definitivo del Estatuto por el cual se creaba la CPI.

En el verano de este último año se celebró en Roma la Conferencia Internacional de Plenipotenciarios. El texto fue sometido a la votación de los 148 Estados que hicieron parte de la reunión, y fue aprobado por 120 votos a favor, 21 abstenciones y 7 votos en contra (Estados Unidos, la República Popular China, Irak, Qatar, Yemen, Israel y Libia). El 17 de julio el tratado fue abierto a la firma de los interesados (Dempsey, 1998; Schabas, 2001).

El Tratado o ER, como se lo conoce, entró en vigor el 1 de julio de 2002, luego de haber alcanzado, el 11 de abril de ese mismo año, el número mínimo de ratificaciones requeridas (art. 126), cuando 10

Estados hicieron simultáneamente el depósito de los instrumentos correspondientes ante el Secretario General de la ONU en Nueva York (Zompetti, 2003). A la fecha, 139 Estados han firmado el Estatuto, y 111 lo han ratificado.

La CPI inició sus funciones el 11 marzo de 2003, previa la elección, el mes anterior, de los primeros 18 magistrados, y del primer fiscal, Luis Moreno Ocampo, efectuada por la Asamblea de Estados Parte. La primera situación remitida a La Haya fue la de Uganda en diciembre de 2003 (Arieff et al, 2008); la primera orden de arresto se emitió en 2005, las primeras audiencias tuvieron lugar en 2006, y el primer juicio, contra el congolés Thomas Lubanga, se abrió en 2009.

La competencia de la CPI, tal como se consagra en el ER, puede establecerse con base en cuatro criterios: el material, el temporal, el territorial y el subjetivo.

El criterio fundamental para que la CPI intervenga se deriva de su carácter complementario o subsidiario de las jurisdicciones nacionales, pues no es, en modo alguno, un sucedáneo de las autoridades estatales. La CPI podrá conocer un caso determinado sólo si el Estado no está dispuesto a llevar a cabo la investigación o el enjuiciamiento o no puede realmente hacerlo (art. 17 ER).

Ahora bien, la jurisdicción de la CPI puede activarse por una de tres vías, sobre la base de su carácter subsidiario o complementario (art. 13 ER):

4. La estructura orgánica de la Corte Penal Internacional

El ER dotó a la CPI de unos órganos propios y permanentes para el cumplimiento de sus funciones. Dentro de éstos cabe destacar: la Asamblea de Estados Parte, la Oficina del Fiscal (o Fiscalía), y las Salas Jurisdiccionales.

5. Los Estados y la Corte: ¿Por qué se vinculan los Estados a la CPI?

Tiene sentido preguntarse ahora por qué razón los Estados se vinculan a la CPI, y reconocen efectivamente las obligaciones surgidas del ER, así como las que se desprenden de los actos jurisdiccionales (tanto sustanciales como procedimentales) de las Salas y de la Fiscalía.

Desde una perspectiva teórica realista, los Estados actúan en el sistema internacional como entidades unitarias y racionales, lo que los lleva ejecutar sus acciones en función de maximizar sus beneficios —de todo tipo— y a minimizar los costos en que incurren para obtenerlos. Los liberales sostienen, a su vez, que la creación de entidades internacionales del talante de la CPI responde a la necesidad de establecer nexos de cooperación que ayuden a sobrellevar y superar la inestabilidad y la incertidumbre en torno a las actuaciones de otros Estados, propias de un sistema internacional anárquico.

Cualquiera que sea la perspectiva que se elija, lo cierto es que la CPI —como otras organizaciones intergubernamentales— posee dos atributos funcionales que pueden explicar el interés de los Estados por vincularse (y actuar colectivamente) a través de ella: su centralización y su independencia.

5.1. La centralización

La centralización es un rasgo que se deriva de la existencia de “una estructura organizacional concreta y estable y un aparato capaz de administrar actividades colectivas” (Abbott & Snydal, 1998), lo cual permite que la organización (en este caso, la CPI) compense en el ámbito propio de sus funciones la ausencia de una autoridad centralizada a nivel general en el sistema internacional.

Así, los Estados encuentran en la CPI un foro de negociación y de acción colectiva estable y permanente que tiene la capacidad de facilitar la tramitación de demandas concretas, de crear estándares, y de optimizar las respuestas frente a determinadas coyunturas, a costos que los Estados, en general, consideran óptimos ante la alternativa de tener que, por ejemplo, aplicar el RPI con base en tribunales ad hoc.

Otra ventaja de la centralización consiste en que a través de la CPI los Estados pueden maximizar sus capacidades individuales para la administración de operaciones sustantivas o esenciales del sistema internacional, con una mayor legitimidad, coherencia y recursos (derivados de la existencia de una estructura permanente, capaz de desarrollar aprendizajes y asimilarlos, y con base en un utillaje normativo previamente acumulado). Es lo que sucede, por ejemplo, cuando la aplicación del RPI implica algún grado de intervención y acotamiento de la soberanía de un Estado por razones humanitarias, en ejercicio de la responsabilidad de proteger (International Commission on Intervention and State Sovereignty, 2001).

Esta ventaja se ve reforzada por otro fenómeno de común ocurrencia en las organizaciones internacionales: el pooling, entendido como la ampliación de los recursos de los que disponen los Estados para actuar (individualmente considerados) mediante la agregación de los mismos a través de su participación en este tipo de estructuras funcionales organizadas.

Aunque el fenómeno ha sido estudiado especialmente en relación con las instituciones financieras internacionales (Mearsheimer, 1995), no es exclusivo de éstas. En efecto, tratándose la CPI, algunos Estados que por sí sólos podrían no tener suficientes recursos (políticos, de credibilidad o de prestigio) para reprimir y sancionar ciertas conductas, podrían aprovecharse de la sumatoria de los mismos que se opera en el Tribunal, para emprender ciertas acciones que resultarían inviables en ausencia del respaldo institucional que derivan de éste. En otro sentido, la participación de los Estados en instancias como la Asamblea de Estados Parte, les permite intervenir (a través de posturas comunes y alineamientos) de una manera más efectiva en la evolución del RPI, al reforzar su representatividad y darles un peso (decisorio) mayor a la hora de tomar decisiones colectivas obligatorias.

Por último, la centralización facilita el proceso legislativo internacional. En ese sentido cabe esperar que con el paso de los años, la Asamblea de Estados Parte y las Salas Jurisdiccionales de la CPI se conviertan en los principales foros para la elaboración de normas de derecho internacional en relación con el RPI, tanto por la vía del derecho estatutario como de la jurisprudencia, respectivamente.

Algunas manifestaciones concretas de las ventajas derivadas de la centralización son:

Un Estado que no cuente con una buena reputación sobre su administración interior de justicia, puede compensarla mediante la remisión de ciertas situaciones a la CPI, lo cual enviaría un mensaje a la comunidad internacional en relación con su voluntad de ajustarse al RPI.

En delicadas materias como la definición del crimen de agresión, si los Estados menos poderosos expresan sus posiciones de manera separada e individual, por fuera del marco organizacional de la CPI, tendrían menos posibilidades de incidir en la decisión que en el caso de sumar sus votos alrededor de una postura compartida en el seno de una estructura de toma de decisiones como la Asamblea de Estados Parte.

Mientras que hasta ahora el desarrollo normativo del RPI ha sido el resultado de un lento proceso basado en la celebración de conferencias interestatales ad hoc, convocadas al fragor de la coyuntura política internacional del momento, y en buena medida sujetas al patrocinio o a la aquiescencia de las grandes potencias, en el futuro ese proceso se acelerará en la medida en que la CPI profiera sus primeras decisiones y siente precedentes sobre algunas materias, y en tanto que la Asamblea de Estados vaya desarrollando, profundizando y ajustando el ER.

Una providencia de la CPI tiene un impacto mucho mayor que una decisión que sobre la misma materia tome un tribunal nacional, por lo tanto, al menos en teoría, el potencial disuasorio de la CPI contribuirá todavía más a la prevención de los graves crímenes que entran dentro de su competencia.

Por último, la existencia del marco normativo común derivado del ER podrá en el futuro facilitar otras interacciones y transacciones entre los Estados, por ejemplo en materia de extradición, apoyo policial y judicial, entre otras.

5.2. La independencia

El otro elemento que puede motivar a los Estados a actuar a través de organizaciones internacionales formales es la independencia de la que ellas gozan, al constituirse en entidades claramente diferenciadas de los Estados que las integran y gozar, entre otros rasgos, de personería jurídica internacional propia.

Abbott & Snydal (1998) han definido la independencia de las organizaciones internacionales como “la autoridad (que tienen) para actuar con un grado de autonomía, y recurrentemente con neutralidad, en esferas definidas” de las relaciones internacionales. Mientras que la centralización, como fue explicada anteriormente, requiere cierta autonomía ope-racional y funcional, la independencia tiene que ver con un grado relativo de autonomía política frente a los intereses nacionales propios y específicos de los Estados que integran la organización internacional. Esa autonomía política es la que le permite a las organizaciones internacionales actuar con neutralidad, es decir, no como meros instrumentos de la satisfacción de los intereses de los Estados (especialmente de los más poderosos). Gracias a esa autonomía, que se traduce en neutralidad, aumenta sustancialmente la legitimidad de las operaciones desarrolladas por las organizaciones internacionales.

En ese sentido, el desarrollo ulterior del RPI, gracias a la creación de la CPI, tenderá a autonomizarse de las grandes potencias (que incluso podrían acabar marginadas y en posición francamente minoritaria frente al régimen). Y al mismo tiempo, éste ya no podrá ser percibido como un instrumento de sometimiento de los vencidos a los vencedores (una de las críticas que en su momento y aún hoy se formulan a los procesos de Nuremberg y Tokio), ni denunciado como herramienta de injerencismo de unos Estados en los asuntos de otros.

Lo anterior no implica que los Estados participen por pura filantropía o buena voluntad en las organizaciones internacionales. Naturalmente, los Estados buscan también alcanzar objetivos y consolidar ciertas metas a través de las organizaciones internacionales. El fenómeno más importante, en ese sentido, bien podría describirse como laundering (lavado o blanqueo) de las acciones de los Estados.

A pesar de la connotación negativa que pueda tener el término por su natural y casi inmediata asociación con ciertas actividades non sanctas, el fenómeno es, en lo esencial, positivo. De lo que se trata es de reconocer que ciertas acciones o intereses de los Estados que, en caso de ser perseguidas de forma unilateral despertarían encontradas reacciones, suspicacias, y malestar político; cuando son emprendidas a través de una organización internacional quedan revestidas de cierto grado de legitimidad y confianza —siempre, claro está, que la organización no haya dilapidado su prestigio en circunstancias precedentes.

Piénsese por ejemplo en una operación quirúrgica dirigida a la captura de un individuo responsable de un genocidio en un país africano, efectuada motu proprio y unilateralmente por la Unión Europea. Aunque no quepan dudas sobre la responsabilidad del sujeto en los hechos criminales que se le imputan, la intervención extranjera exacerbaría los recelos nacionalistas, alentaría discursos reivindicativos, radicalizaría los ánimos, y muy probablemente sería presentada como una muestra del “imperialismo” europeo. La captura del mismo individuo, con base en una orden de arresto emitida por la CPI tendría una valoración diferente.

Del mismo modo, un Estado podría considerar que ciertas condicionalidades establecidas por otros Estados o por una institución internacional para acceder a la ayuda al desarrollo son inaceptables desde el punto de vista de su soberanía. Pero puede estar mucho más dispuesto a aceptar esas condicionalidades —por ejemplo en términos de garantía de protección efectiva de los derechos humanos— si se desprenden del RPI, y no de la voluntad unilateral de su contraparte.

Finalmente, la independencia de las organizaciones internacionales contribuye, no sólo a la legitimidad y a la validación internacional de sus actividades, sino que coadyuva sustancialmente a la socialización de los regímenes internacionales.

5.3. Posiciones divergentes: el caso de los Estados Unidos

Pese a todas estas ventajas que podrían estimular a los Estados a ratificar el ER y así vincularse formalmente a la CPI, varios de ellos han preferido mantenerse al margen, ya sea no firmando el Estatuto, o firmándolo sin llegar todavía a ratificarlo.

En buena medida estas reticencias se explican por razón del primado de la soberanía nacional, en el entendido de que las obligaciones derivadas del ER suponen una verdadera constricción de su libertad de acción y de determinación; o porque consideran que algunos de sus intereses podrían verse más perjudicados que beneficiados en caso de ratificar el Estatuto. Algunos de los casos más conocidos son los de Israel y China, los de Guatemala y El Salvador en América Latina, y por supuesto, el más controversial, el de los Estados Unidos.

En su rol de superpotencia los Estados Unidos consideran que el ER y las obligaciones que de él se derivan suponen un riesgo para su capacidad de acción internacional, la cual vinculan directamente a su responsabilidad de mantener el orden y la paz internacionales incluso por la vía militar, actuando de manera incluso unilateral cuando se trate de la defensa y protección de bienes, ciudadanos e intereses norteamericanos. Ratificar el ER sería someter a los Estados Unidos a un estándar que no se corresponde con la necesidad que tienen de garantizarse el máximo margen de maniobra posible. Es cierto que su negativa a hacerlo puede deteriorar su legitimidad ante la comunidad internacional (y de hecho, así ha sucedido). Pero no es menos cierto que los Estados Unidos se han cuidado de aparecer como el obstáculo insalvable para el funcionamiento de la CPI cuando los temas relativos a ella se ventilan en los foros internacionales. Más aún: aunque no ratifican el ER, animan e impulsan a otros Estados a hacerlo, y defienden la importancia de un RPI, a pesar de auto-excluirse del mismo.

Aunque el ER fue firmado por el gobierno Clinton al finalizar su período, éste nunca ha sido ratificado. De hecho, el gobierno norteamericano remitió luego una declaración al Secretario General de la ONU (depositario del tratado) en el sentido de que entendía que ninguna obligación se derivaba de la sola firma del tratado (Raynor, 2006). Las intervenciones de Estados Unidos en Afganistán e Irak, y en especial ésta última, generaron un clima aún menos propicio para ello. Más aún, la administración de George W. Bush impulsó en el Congreso la adopción de una ley, la American Service Members Protection Act (ASPA) cuyo propósito declarado es “proteger al personal militar de los Estados Unidos y a otros funcionarios del gobierno de los Estados Unidos frente a cualquier judicialización por parte de un tribunal penal internacional del cual no sean parte los Estados Unidos”.

Esta norma limita sustancialmente la cooperación militar norteamericana con Estados que hayan ratificado el ER, a menos que entre ellos y los Estados Unidos se suscriba válidamente un acuerdo de salvaguarda, que garantice que el personal (militar y civil) norteamericano no será, por ningún motivo, puesto a disposición de la CPI, sino que su eventual responsabilidad penal será establecida por tribunales y cortes norteamericanos. La consagración de esta suerte de inmunidad está prevista en el art. 98 del ER, que reconoce a cada Estado Parte la posibilidad de abstenerse de cooperar con la CPI cuando ello implique “actuar en forma incompatible con las obligaciones que le imponga un acuerdo internacional” conforme al cual se requiera el consentimiento de un tercer Estado (en este caso, Estados Unidos) para tales efectos.

Así, desde 2002 se han venido firmando acuerdos de este tipo con Estados Parte en el ER como la República Democrática del Congo o Colombia, y con otros no signatarios (pero que pudieran llegar a serlo en el futuro) como India o Pakistán.

Con todo, el debate sobre la relación entre los Estados Unidos y la CPI no está cerrado, y no se puede descartar que en el largo plazo pueda producirse un giro en la posición norteamericana. A fin de cuentas, otros Estados poderosos como Francia o Gran Bretaña sí han suscrito el ER, sin ver sustancialmente afectada su capacidad de acción en el escenario internacional.

6. Legalización del Régimen Penal Internacional

El impacto del ER y de la creación de la CPI en el Régimen Penal Internacional puede medirse sobre todo en términos de su legalización.

La legalización está directamente relacionada con el proceso de organización internacional al que se hizo referencia al comienzo de este artículo, y puede ser definida como “una forma particular de instituciona-lización [internacional] compuesta por tres elementos: obligatoriedad, precisión y delegación” (Abbott et al, 2000:401). Mediante estos elementos puede determinarse qué tan desarrollada está (en términos de su capacidad regulatoria efectiva) una institución internacional con respecto a un ámbito específico de las relaciones internacionales.

Así pues, ¿Qué tan legalizado se encuentra el RPI, luego de la expedición del ER y la puesta en funcionamiento de la CPI?

6.1. Obligatoriedad

La obligatoriedad se refiere al grado en el que una institución internacional, en este caso el RPI, constriñe la conducta de los Estados y otros actores, en virtud de los compromisos que adquieren o que les sean exigibles por sus contrapartes e interlocutores en un determinado ámbito de las relaciones internacionales. Ello supone que existen mayores o menos ámbitos de discrecionalidad, y que en algunos casos el comportamiento de los actores en el escenario internacional está sujeto al escrutinio general de conformidad con reglas generales, procedimientos, e incluso por virtud de declaraciones o manifestaciones de voluntad unilaterales.

El espectro de la obligatoriedad se mueve entre los extremos de las declaraciones que expresamente se entienden como no vinculantes (ya sea por el lenguaje con el que se formulan, o por la naturaleza del medio o instrumento en que se formalizan) y las normas imperativas de derecho internacional público común y necesario que, al constituir la precondición lógica del sistema multiestatal, se imponen a todos los Estados aún sin que medie su consentimiento.

La obligatoriedad es independiente de la existencia o no de mecanismos explícitos para hacerla efectiva o para generar consecuencias concretas derivadas del incumplimiento. Esto quiere decir que se refiere simplemente a la existencia o no de una obligación concreta y a la intensidad con que dicha obligación constriñe la libertad de acción de los Estados, y no a su ejecutabilidad o sancionabilidad por una autoridad constituida.

Así, por ejemplo, las sentencias de la Corte Internacional de Justicia, las resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU, y los tratados internacionales, tienen un elevado grado de obligatoriedad. Y sin embargo, aún en tales casos, éste puede ser morigerado por el lenguaje puramente exhortatorio en el que se redactan. Entre tanto, las resoluciones de la Asamblea General de la ONU carecen de esa fuerza vinculante, y a pesar de ello, generan una idea de compromiso, o por lo menos, de entendimiento prescriptivo, mucho mayor que el que se deriva de una simple declaración formal en la que se describe una iniciativa, se acuerdan agendas, o se formulan promesas, como las que suelen emitirse por las partes al cabo, por decir algo, de una cumbre interestatal.

En este sentido, la obligatoriedad corresponde a la amplia gama de posibilidades vinculantes que se extiende desde la mera declaración retórica hasta lo que los iuspublicistas denominan hard law, pasando por las diversas formas de soft law que sin embargo, a pesar de no ser vinculantes, tienen hoy por hoy un peso cada vez mayor en la formación del derecho internacional.

En el caso específico del RPI, el ER supone una elevación significativa del nivel de obligatoriedad de las instituciones que lo conforman. Cierto es que algunos elementos del régimen, en particular los relacionados con el DICA ya estaban revestidos de un alto grado de obligatoriedad, consagrados como estaban en tratados y convenios por naturaleza vinculantes.

Pero entre otras cosas, estos instrumentos delegaban en las legislaturas nacionales y en las jurisdicciones internas la incorporación a la normativa penal propia de cada Estado de sus disposiciones, lo cual dejaba todavía un amplio margen de maniobra del cual más de uno supo aprovecharse para convertir en nugatoria esa obligatoriedad.

Con el ER y la creación de la CPI, en cambio, varios hechos refuerzan de manera incontestable e insoslayable esa obligatoriedad:

La tipificación expresa de conductas y el establecimiento de sanciones para las mismas.

El hecho de que en muchos Estados (como Francia y Colombia) la ratificación del ER supuso ajustes constitucionales (lo que de alguna manera supone un grado, variable, de “constitucionalización” del RPI).

La existencia en el ER de disposiciones expresas sobre la cooperación que los Estados Parte deben proporcionar a la CPI.

6.2. Precisión

El segundo criterio mediante el cual se puede evaluar la intensidad de la legalización del RPI es la precisión con la que éste impone obligaciones, prescribe, proscribe o sanciona conductas, y reconoce derechos o atribuye consecuencias materiales y jurídicas a hechos y acciones.

Este elemento se refere al grado en que las normas, reglas, principios o procedimientos están afectados por penumbras semánticas, que pueden eventualmente comprometer su eficacia o su validez al momento de aplicarlos a situaciones concretas. A mayor penumbra semántica, menor precisión, y viceversa.

En este sentido, la precisión del RPI es variable. Puede resultar paradójico, en la medida en que uno de los fundamentos del régimen es el principio general de legalidad de los delitos y las penas —que en sí mismo exige precisión. Pero lo cierto es que en el RPI:

Es posible encontrar delitos claramente tipificados, pero cuya sanción se difiere a las jurisdicciones nacionales, que entrarían a establecerla actuando dentro de un amplio marco de libertad de confgura-ción normativa. Tal era el caso de las infracciones al DICA bajo el régimen de La Haya y de Ginebra, y lo es actualmente (en un sentido amplio del RPI, y no en el sentido estricto en el que se ha entendido en este documento) en relación con el narcotráfico, el crimen transnacional organizado, y el terrorismo.

Es posible encontrar conductas proscritas en abstracto, sin que se haya llegado a formularse plenamente su tipificación. Es lo que sucede (hasta ahora) con el crimen de agresión en el ER.

La reducción de la penumbra semántica tanto como sea posible es un imperativo en relación con el RPI. En efecto, de ello depende que el régimen se ajuste coherentemente con otros regímenes internacionales con los cuales está íntimamente relacionado, como el Régimen Internacional de los Derechos Humanos —en lo tocante a los principios del debido proceso, de la legalidad del delito y de la pena, por ejemplo—, para evitar que las acciones de los Estados emprendidas presuntamente para sancionar y reprimir esas conductas acaben encubriendo la represión de parte de la población y de sus legítimos intereses, y para evitar, finalmente, que los Estados empleen interpretaciones sesgadas de la normativa del RPI para justifcar su intervención en asuntos esencialmente internos de otros.

El ER avanza sustancialmente en esa dirección. No sólo las disposiciones del Estatuto relativas a los crímenes son suficientemente claras y expresas, sino que vienen a complementarse con los “Elementos de los Crímenes de Competencia de la Corte Penal Internacional”, que contienen una descripción aún más detallada y minuciosa de los elementos fácticos que deben satisfacerse a efectos de que una determinada conducta constituya genocidio, crimen de lesa humanidad o crimen de guerra.

Queda sin embargo pendiente resolver el asunto concerniente al crimen de agresión. Aunque fue incluido dentro de la competencia de la CPI, no se tipificó expresamente. Está por verse hasta dónde puede llegar, en esa labor, la Conferencia de Revisión del Estatuto (que se reunirá en Kampala este año)9.

6.3. Delegación

Por último, una institución internacional está tanto más legalizada cuanto mayor es su grado de delegación; es decir, en tanto exista una instancia a la que se atribuya la competencia (más o menos amplia) para hacer efectiva esa institución internacional. Esto implica, por lo tanto, una organización internacional formal que con base en sus atributos funcionales (centralización e independencia), y en el marco estatutario correspondiente, pueda actuar como instancia de ejecución y de sanción de las obligaciones que para cada Estado se derivan de una institución internacional en concreto. La delegación supone empoderar a un tercero con autoridad para implementar reglas que desarrollen y profundicen las instituciones, para aplicarlas en casos concretos y, eventualmente, para interpretar normas normativos y resolver disputas.

Es tal vez aquí donde mayor es el avance que la creación de la CPI aporta a la consolidación del RPI, pues el tribunal no es otra cosa que una instancia de delegación para la aplicación, interpretación y la creación de reglas en la materia; un conjunto de competencias que ejerce de manera general y permanente, y no con sujeción a mandatos ad hoc, limitados temporal y materialmente a situaciones específicas.

Hasta la creación de la CPI, en efecto, el RPI tenía niveles casi nulos de delegación. Su aplicación o bien estaba supeditada a la buena voluntad de las jurisdicciones nacionales, de las cuales dependía absolutamente; o a la creación de un tribunal por mandato del Consejo de Seguridad de la ONU, tal como ocurrió en Yugoslavia y Ruanda durante la década de 1990. Ahora, en cambio, no sólo los niveles de obligatoriedad y precisión del RPI se han elevado sustancialmente con la entrada en vigor del ER, sino también el nivel de delegación: la CPI no solo actúa con independencia, aplicando el RPI (en especial, cuando su intervención se inicia por cuenta de la Oficina del Fiscal, actuando motu proprio); sino que a través de la Asamblea de Estados Parte y de la propia actividad jurisdiccional de sus Salas, crea nuevas normas e interpreta las existentes con fuerza de autoridad legítima reconocida.

Conclusiones

La existencia de un RPI es el resultado de la evolución de las interacciones políticas entre los Estados del sistema internacional, y en particular, está íntimamente ligada a la superación de los paradigmas soberanistas típicos del modelo westfaliano.

El RPI está configurado por una serie de principios, normas y reglas de procedimiento relativos a la prevención, sanción y represión de conductas que vulneran un conjunto de bienes jurídicos que se consideran universalmente tutelables. La definición de ese conjunto de bienes ha seguido un largo proceso histórico que se remonta a mediados del siglo XIX, pero se consolidó a finales del siglo XX con la expedición del ER y la creación de la CPI.

Existen varias razones por las que los Estados pueden sentirse motivados a ratificar el ER y a vincularse a la CPI. Estas razones se derivan principalmente de los atributos de centralización e independencia de los que goza el tribunal. Sin embargo, algunos Estados pueden considerar todavía que los beneficios que derivan de su eventual apoyo al RPI por la vía de la ratificación del ER, son inferiores a los costos que ello representa en cuanto a limitación de su margen de maniobra (jurídica y política) en el escenario internacional.

La CPI representa hasta ahora el mayor hito en el proceso de consolidación del RPI. El ER y la creación de un tribunal penal internacional permanente implicaron un aumento considerable en la legalización del régimen, en todos sus elementos (obligatoriedad, precisión y delegación), si bien quedan todavía algunas tareas por cumplir, por ejemplo, en cuanto toca a la definición del crimen de agresión.

Sin embargo, a pesar de estos avances esencialmente jurídicos, y como se desprende de la todavía escasa experiencia de la CPI —por ejemplo en relación con Sudán—, la eficacia del RPI seguirá dependiendo en el futuro en buena medida de la disposición política de los Estados para ajustar su conducta a los parámetros que el régimen establece.


2 La Paz de Westfalia (firmada en las ciudades alemanas de Munster y Osnabrück) puso fin a la Guerra de los Treinta Años, y con ella, al período de las Guerras de Religión en Europa. En la Paz de Westafalia se reconocía la soberanía de los señores territoriales en cada uno de sus principados, y se establecía el principio cuius princeps, eius religio, según el cual la religión de cada Estado sería la que determinara su soberano. Con la Paz de Westfalia acabaron definitivamente las pretensiones del Papado y el Imperio al dominium mundi (supremacía), y se dio nacimiento jurídico al moderno sistema de Estados-nacionales.
3 Este convenio y todos los demás acuerdos resultados de las distintas conferencias de Ginebra en relación con el DICA se pueden consultar en http://www.genevaconventions.org
4 De esta circunstancia se desprende una de las principales críticas a los juicios de Nuremberg y Tokio: desde el punto de vista estrictamente legal, el tribunal, los delitos y las sanciones fueron establecidas ex post facto, y por lo tanto, violaban el derecho al debido proceso. Ello sin desmedro del repudio moral que naturalmente suscitan las acciones de los responsables.
5 Un tercer protocolo adicional fue expedido en 2005, para otorgarle a la figura del Cristal Rojo un tratamiento y condición análogos a los que ostentan la Cruz Roja o la Media Luna Roja.
6 Quien ha sido responsabilizado por diferentes crímenes de lesa humanidad entre los cuales se destacan violaciones sistemáticas y asesinatos de civiles tanto en su país como en Sierra Leona.
7 Habría que recordar las caravanas de la muerte de Pol Pot y sus seguidores a quienes se les imputa el exterminio de cerca del treinta por cien de la población de Camboya entre 1975 y 1979.
8 Este artículo fue escrito antes de que se celebrara la Conferencia de Revisión. En cualquier caso, para una rápida síntesis de las implicaciones y el resultado final de las deliberaciones de la Conferencia de Revisión de Kampala véanse Molano-Rojas (2010) y Céspedes (2010). Estos textos fueron publicados justo una semana antes y una semana después de concluida la reunión de Kampala.
9 Ver nota al pie 7.



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